LA MUERTE DE LA POLILLA Y OTROS ESCRITOS, Virginia Woolf

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VIRGINIA WOOLF, La muerte de la polilla y otros escritos, Capitán Swing, Madrid, 2010, 272 páginas.
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En la Presentación (pp. 11-25) Gloria Fortún destaca de estos escritos de Woolf una minuciosidad «no reñida con cierto tono conversacional que otorga a los textos la inmediatez de una charla durante una cena entre amigos».
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LA MUERTE DE LA POLILLA

   Las polillas que vuelan durante el día no deben ser denominadas polillas; no suscitan esa placentera sensación de las oscuras noches de otoño y de hiedra en flor que la mariposa nocturna más común, dormida a la sombra de una cortina, nunca deja de despertar en nosotros. Son criaturas híbridas, ni alegres como las mariposas ni sombrías como las de su propia especie. No obstante, el espécimen actual, con sus alas estrechas de color paja, ribeteadas con una borla del mismo color, parecía estar satisfecha con la vida. Era una mañana agradable, de mediados de septiembre, templada, benigna, aunque con una brisa más intensa que la que sopla en los meses de verano. El arado ya surcaba el campo que se extendía delante de la ventana, y por donde había pasado la reja la tierra estaba llana y brillaba con la humedad. Destilaban tanta energía los campos y la colina que se elevaba más allá que resultaba difícil mantener la vista fija en el libro. Los grajos también celebraban una de sus festividades anuales; volaban alrededor de las copas de los árboles, hasta que llegó un momento en que dio la impresión de que había sido arrojada al aire una inmensa red con miles de nudos negros; ésta, pasados unos instantes, descendió lentamente sobre los árboles hasta que todas las ramitas parecieron tener un nudo en su extremo. Entonces, de pronto, la red volvió a ser arrojada al aire en un círculo más amplio esta vez, con el mayor clamor y vocerío, como si ser arrojada al aire y depositarse despacio sobre las copas de los árboles fuera una experiencia sumamente apasionante.
   El mismo vigor que inspiraba a los grajos, a los labradores, a los caballos e incluso, por lo que parece, a las suaves colinas desnudas, hacía que la polilla revoloteara de un lado a otro de su cuadrado de cristal de la ventana. Una no podía evitar observarla. Una era, de hecho, consciente de tener un extraño sentimiento de lástima por ella. Las posibilidades de obtener placer parecían esa mañana tan enormes y tan variadas que desempeñar tan sólo el papel de una polilla en la vida, y de una polilla diurna además, parecían un destino duro, y el entusiasmo con que aprovechaba sus escasas oportunidades al máximo, patético. Voló enérgicamente a un rincón de su compartimento, y después de esperar allí un segundo, se desplazó hacia el otro. ¿Qué le quedaba sino volar hacia un tercer rincón y después hacia un cuarto? Esto era lo único que podía hacer, a pesar del tamaño de las colinas, la anchura del cielo, el humo lejano de las casas y la romántica voz que, de vez en cuando, emitía un barco de vapor mar adentro. Lo que podía hacer lo hacía. Observándola, se diría que una fibra muy fina pero pura, con la enorme energía del mundo había sido introducida en ese cuerpo frágil y diminuto. Con la misma asiduidad con la que cruzaba el cristal, me imaginaba que un hilo de luz vital se hacía visible. Ella era apenas o solamente vida.
   Sin embargo, por ser una forma tan pequeña y sencilla de la energía que se deslizaba por la ventana abierta y se abría paso a través de muchos pasillos estrechos e intrincados de mi propio cerebro y de los de otros seres humanos, había algo maravilloso así como patético en ella. Era como si alguien hubiera tomado un abalorio diminuto de pura vida y, engalanándolo del modo más ligero posible de vello y plumas, lo hubiera puesto a bailar y a zigzaguear para mostrarnos la verdadera naturaleza de la vida. Presentada así, era imposible dejar de maravillarse ante su rareza. Se tiene tendencia a olvidarlo todo sobre la vida, viéndola encorvada, dominada, adornada e impedida de modo que debe moverse con la mayor circunspección y dignidad. De nuevo, la idea de todo lo que esa vida habría podido ser si hubiera nacido con cualquier otra forma nos hacía ver sus sencillas actividades con una especie de lástima.
   Al cabo de un tiempo, cansada de su baile al parecer, se posó sobre el alféizar de la ventana, al sol, y al estar ese curioso espectáculo a punto de terminar, me olvidé de ella. Luego, al levantar la vista, me llamó la atención. Trataba de reanudar su baile, pero parecía tan rígida o bien tan torpe que tan sólo pudo aletear hasta la base del cristal; y al intentar cruzarlo de un vuelo, fracasó. Concentrada en otras cuestiones, observé esos intentos fútiles durante un rato sin pensar, esperando de forma inconsciente a que la polilla reanudara su vuelo, tal como se espera que una máquina que se ha parado por un momento arranque de nuevo sin considerar la razón del fallo. Después de quizá siete intentos, resbaló del alféizar de madera y cayó, aleteando, de espaldas sobre la repisa de la ventana. El desamparo de su actitud me conmovió. Se me ocurrió de repente que estaba en apuros, que ya no podía levantarse, que sus patas luchaban en vano. Pero cuando le acerqué un lápiz con la intención de ayudarla a enderezarse, me dio la sensación de que ese fracaso y esa torpeza eran la proximidad de la muerte. Volví a dejar el lápiz.
   Las patas se agitaron una vez más. Miré como si buscara al enemigo contra el que la polilla luchaba. Miré hacia el exterior. ¿Qué había ocurrido allí? Es de suponer que era mediodía y toda labor había cesado en los campos. La calma y el silencio habían sustituido la animación anterior. Los pájaros se habían alejado para alimentarse en los arroyos. Los caballos estaban inmóviles. Sin embargo, el poder estaba ahí de todas formas, concentrado fuera, indiferente, impersonal, sin prestar atención a nada en particular. De algún modo se oponía a la pequeña polilla de color paja. Era inútil intentar hacer algo. No quedaba sino observar los esfuerzos extraordinarios que realizaban esas patas diminutas contra una muerte cercana que podía, de haber querido, sumergir una ciudad entera, y no simplemente una ciudad, sino masas de seres humanos; nada, lo sabía, tenía oportunidad alguna contra la muerte. No obstante, tras una pausa por agotamiento, las patas volvieron a estremecerse. Fue soberbia esta última protesta, y tan desesperada que la polilla consiguió al fin enderezarse. Nuestras simpatías, por supuesto, estaban todas con la vida. Además, al no haber nadie que se preocupara o se interesara, este esfuerzo gigantesco que realizaba una pequeña polilla insignificante en contra de un poder de tal magnitud, a fin de conservar lo que nadie más valoraba ni deseaba, conmovía de un modo extraño. De nuevo, de algún modo, veíamos vida, un simple abalorio. Levanté el lápiz una vez más, aun sabiendo que no serviría para nada. Pero en el mismo momento en que lo hacía, se manifestaron las señales inequívocas de la muerte. El cuerpo se relajó y, al cabo de un instante, se quedó rígido. La lucha había terminado. Aquella pequeña criatura insignificante conocía ya la muerte. Mientras miraba la polilla muerta, me llenó de asombro este mínimo triunfo a medias de una fuerza tan grande en oposición a un contrincante tan miserable. Del mismo modo que la existencia había sido extraña unos minutos antes, igual de extraña era en este momento la muerte. La polilla, habiéndose enderezado, yacía en este momento en una serenidad de lo más decente y resignada. Ah sí, parecía decir, la muerte es más fuerte que yo.

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