HITOS MALDITOS DE LA HISTORIA, Enrique Gallud Jardiel
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ENRIQUE GALLUD JARDIEL, Hitos malditos de la historia, Glyphos, Valladolid, 180 páginas.
TORTILLA EN VARENNES
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TORTILLA EN VARENNES
El día que comenzó efectivamente la Revolución francesa el abúlico Luis XVI escribió en su diario: «Rien» [Nada]. Quería decir que ese día no había conseguido cazar nada.
Majaderos así, con este grado de inteligencia y perspicacia, son los que muchas veces rigen los países y tienen en sus manos los destinos de miles de prójimos y prójimas.
Cuando un tiempo después le despertaron para informarle de que los franceses estaban cabreados y se dirigían hacia Versalles con ánimo de armar la marimorena, el monarca, aún obnubilado por los encantos de Morfeo, exclamó:
—¡Pero eso es una revuelta!
Y es aquí donde viene la famosa frase que consta en todos los libros de hitos históricos y de cuchufletas. El despertador (vamos, el que le estaba despertando), pronunció por primera vez la palabra fatídica, que luego se popularizaría no poco:
—No, Sire: es una revolución.
Todo esto para que se ubiquen. ¿Ya? Bien. Demos un pequeño salto en la historia.
Tenemos ya a la Asamblea Constituyente al mando del tinglado. La familia real, trasladada por la fuerza a París, se hallaba confinada en las Tullerías y sus miembros no sólo estaban presos, sino que además no tenían permiso para salir. A Luis, aquello le daba más o menos igual: nunca había tenido demasiados deseos de reinar. A él lo que le gustaba era la cerrajería. (Y como su esposa, María Antonieta, se la pegaba con todo bicho viviente, no hay ni que decir la cantidad de chistes alusivos que tuvo que escuchar en los que se hablaba de una cerradura en la que se probaban muchas llaves para ver cuál encajaba mejor).
La reina era quien llevaba peor el destrona- miento de facto, porque era hija de María Teresa de Austria —una señora de armas tomar— y le gustaba mucho mandar mucho.
La pareja aguantó mecha durante meses, firmando los decretos de la Asamblea (aunque dejando caer a posta algunas gotas de tinta para manchar el documento y demostrar así su descontento con el gobierno revolucionario). Pero hubo un vaso que colmó la gota y fue la Constitución Civil del Clero, que subordinaba la Iglesia al Estado (al estilo anglicano) y pretendía la inconcebible iniquidad de que los curas pagasen impuestos. Los reyes (ex-reyes más bien, para aquel entonces) no podían aguantar esto sin pataleo.
Estamos hablando de 1791, el año en que se pusieron de moda los calzoncillos reversibles, que constituían un enorme ahorro en la cuenta de la lavandera.
Así es que Luis y María Antonia, tras bastantes momentos de incertidumbre y duda, decidieron salirse, como se hace en el cine cuando la película es un tostón. Este episodio borbónico es lo que se conoce en la historia como la Fuga de Varennes, malograda por una tortilla en su tramo final. Pero no adelantemos acontecimientos.
La idea era que si lograban salir pitando y llegar a la frontera (donde les esperaban los aristócratas que habían conseguido huir de París disfrazados de toda suerte de cosas, a cual más vergonzante), entonces todo iría bien. Una exhibición de fuerza monárquica pagada por los austriacos volvería a poner al pueblo de parte del rey y todos aquellos sans-culottes descamisados se irían por fin a hacer gárgaras.
El rey quiso consultar su proyecto con Mirabeau, que siempre le daba buenos consejos y caramelos de limón, pero fue imposible hacerlo por varias razones. Una de ellas fue que Mirabeau había muerto un mes antes. Las otras, realmente, eran de menor peso.
La escapada la organizaron dos amantes oficiales de María Antonieta, dos condes suecos que, según los libros que hemos consultado, se llamaban Axel de Fersen y Axen de Fersel, respectivamente, aunque nos entra la duda de si no habría aquí alguna errata y no fueran dos condes de nombres parecidos sino sólo uno y mal escrito.
Axel (o Axen), en su deseo de ver cómo su amada María Antonieta se iba corriendo (no hemos pretendido hacer un chiste obsceno: ha salido solo), pagó de su propio bolsillo un carruaje y compró también disfraces para el rey, reina, delfín, delfina, hermana y criados imprescindibles. La idea era que fingieran ser burgueses que iban de picnic.
Cuando se habla luego del guillotinamiento de los reyes (¿o es ‘guillotinación’?; nos asalta la duda), no se recuerda que se debió principalmente al exceso de pompa de aquella huida. El carruaje tenía un tamaño desmesurado, rozando lo descomunal. Dentro de él cabía cómodamente toda la familia real y sus criados, con todos sus baúles y pertrechos, un montón de cestas con comida para un regimiento, algún que otro mueble del que les daba mucha pena desprenderse y un clavicordio para no aburrirse por el camino. Esto despertó las sospechas de muchos. Vamos, que los fugitivos es- tuvieron en un tris de hacer pintar las armas reales y la flor de lis en la portezuela del vehículo.
El 20 de junio, a la hora de los mosquitos, la familia real abandonó las Tullerías por la puerta verde (seguro que todos ustedes saben a cuál nos referimos), disfrazados de personas pobres que estrenaban traje ese día. Al salir, los escapantes pasaron por delante de las narices del marqués de Lafayette quien, por hallarse distraído apretándose la hebilla de su zapato, no les reconoció, cosa que le proporcionó muchos disgustos ya para el resto de su vida.
El rey había dejado una carta sobre su almohada. En ella se quejaba amargamente de que la Revolución le había dado muy mal de comer y revocaba los decretos que había firmado mientras estuvo prisionero. También decía unas cosas sobre las madres respectivas de Danton y Robespierre que no son lenguaje digno de un monarca bajo ninguna circunstancia y que no es elegante trans- cribir aquí.
La tarde del 21 los huidores llegaron a Varen- nes-en-Argonne. La frontera estaba cerca. Bouillé, un general realista de confianza, estaba ya al caer con sus soldados para escoltar al rey a territorio seguro.
Pero el caso es que, como suele pasar, los soldados realistas se retrasaron un tanto. En el interregno, los habitantes de aquel lugar, que ya se habían olido la tostada, se reunieron y rodearon la posada
en la que la familia Capeto (los borbones, vaya) se había detenido. Se le sugirió al rey que, en vez de hacer noche en aquel pueblo infecto de donde no les iban a dejar salir, se marchara de allí pitando en medio de la caballería que le protegería, para alcanzar al territorio austriaco que le garantizaba la libertad. Luis XVI accedió a hacer lo que le de- cían (como había hecho toda su vida, pues era un hombre de muy poco carácter).
Pero cuando ya se disponía a subirse de nuevo al carruaje y seguir por la noche su viaje (¡anda!: sin pretenderlo en absoluto nos ha salido un pareado), el monarca olió algo.
En la habitación contigua a aquella en la que se hallaba se estaba cocinando una tortilla.
Las reales papilas se estremecieron con aquel estímulo. Luis avanzó hacia la puerta y vio a la dueña de la posada atareada junto a su fogón.
El monarca, entonces, se sentó y dijo que quería comerse una tortilla como aquella, de más de seis huevos por lo menos, antes de ir a ningún sitio.
Aquellos huevos —proporcionados por «Niní», la gallina más ponedora de aquella casa (y de todo Varennes)— iban a cambiar para siempre la historia de Francia.
Sí, porque en el tiempo que tardó el soberano en degustar aquel suculento plato, llegaron al lugar los perseguidores enviados por Montmolin,
que era el ministro de Asuntos Exteriores (por si alguien no lo sabía).
(Si nos entregaremos ahora a la ucronía —ese pasatiempo consistente en imaginar qué hubiese pasado si no hubiese pasado lo que pasó— veríamos lo siguiente: Luis huye, Austria e Inglaterra invaden Francia y se quedan cada una con un tercio de su territorio. Restauran en su trono a Luis (en el tercio que le queda de su país) y esta mini-Francia sigue siendo un reino hasta hoy. No hay Declaración de los Derechos Humanos ni nada parecido. El mundo cambia sustancialmente).
Todo eso no sucede, porque un rey no puede quedarse sin cenar.
El resto de la historia ya la conoce el lector. La familia real es apresada y conducida de nuevo hasta París en medio de burlas, insultos y, ¡ag, qué asco!, bastantes escupitajos. Se juzga a Luis como traidor a Francia, por haber querido huir de ella, y se le corta la cabeza limpiamente. A María Antonieta, también. Se proclama la República, ya sin posibilidad de vuelta atrás. La historia de Francia avanza por otros derroteros.
Si aquellos huevos no se hubieran llegado a batir, no hubieran existido Napoleón Bonaparte, el mariscal Petain ni tampoco Maurice Chevalier. No sabemos si congratularnos o no de que Luis se comiera aquella tortilla.
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