DICCIONARIO DE NUEVA YORK, Alfonso Armada

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ALFONSO ARMADA, Diccionario de Nueva York, Península, Barcelona, 2017, 416 páginas.

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Armada en Una ciudad a la que en realidad no quisiera volver, pero a la que sin duda volveré (pp. XI-XIX), señala que este libro es el apéndice de «un ambicioso, desmesurado, ensayo (o algo así) titulado Nueva York, el deseo y la quimera». Disfrute el lector de este magnífico preámbulo.
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CIENTO DOS MINUTOS

Fue el tiempo que tardaron las dos torres que parecían indestructibles en desplomarse. Según los últimos recuentos, 2.752 almas perecieron. En cien días de matanzas en Ruanda las milicias hutus, los interbamwe (que matan juntos), los que ante la tesitura de morir mataron, exterminaron a por lo menos ochocientos mil compatriotas. Jamás pensé cuando dije a Manhattan que las guerras que había dejado en África me iban a perseguir hasta esta orilla. Los ciento dos minutos han cambiado el mundo y sus ecos y consecuencias no no han dejado de resonar. Tal vez por eso ha llegado el momento de regresar a Ruanda. Y de aprender de una vez por todas cuál es la capital e Nigeria.

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ÉXITO / FRACASO

Lo que repiten sin cesar todos los anuncios de la ciudad de Nueva York, incluso los semáforos cuando no queda ningún coche en las avenidas, y eso es lo que quiere decir en realidad WALK/DON'T WALK, todo el tiempo, todo el día, toda la noche, aunque son ya historia: ahora han sido sustituidos por siluetas: una mano roja, de alto; un hombre blanco, caminando, alfabeto internacional de signos. Después de haber despedazado con sus propias palabras a la alta sociedad neoyorquina en uno de los libros más divertidos y crueles jamás escritos, Truman Capote echa así el cierre a sus Plegarías atendidas: «Aunque el sacerdote y la asesina seguían en su mesa cuchicheando y dando sorbitos, las salas del restaurante se habían vaciado, y M. Soulé se había retirado. Sólo quedaban las chicas del guardarropa y unos pocos camareros que sacudían las servilletas impacientemente. Los mozos volvían a poner las mesas y arreglaban las flores para los visitantes nocturnos. Se respiraba una atmósfera de agotamiento lujoso, como una rosa marchita que se deshojara, mientras afuera sólo aguardaba el fracasado atardecer de Nueva York».

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UÑAS

En Manhattan hay casi tantas uñerías como bares en Madrid, y son casi siempre coreanas solicitas y misteriosas, profundas como el agua de un estanque, las que se encargan de masajear, limar, pintar y barnizar. Como las hermanas que observó Ray Loriga. La pasión de las manhattanitas por las uñas es interclasista, aunque la longitud y el acabado, el color y los motivos pictóricos darían para una nueva prospección sobre la sociedad de clases y sus atributos. «El salón de uñas de madame Huong, situado en la esquina de la 73 y Columbus, era apenas uno más de los miles de salones de manicura y pedicura que habían proliferado en Manhattan en la última década, tantos que era raro no ver uno al lado de cada Starbucks y, teniendo en cuenta que hay un Starbucks en cada esquina, estamos hablando de muchos salones de manicura y pedicura. Todos muy parecidos, ni muy grandes ni muy pequeños, abiertos a la calle con grandes lunas de cristal y decorados con absurdos frescos. Lo único que diferenciaba el salón de madame Huong eran aquellas dos gemelas coreanas, Zen Lee y Zen Zen, artistas, en palabras de la propia Laura, de otro planeta», escribe Loriga en El hombre que inventó Manhattan.

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