50 FOTOGRAFÍAS CON HISTORIA, Félix Fuentes

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FÉLIX FUENTES, 50 fotografías con historia, Signo Editores, Madrid, 2017, 256 páginas.

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De Luis Baylón a Cristina de Middel pasando por Fernando Maquieira, Virxilio Viéitez, Ouka Lele, Chema Madoz o Xurxo Lobato. Félix Fuentes se encarga, en la mayoría de los casos, de presentar cada una de las fotografías. El lector disfrutará de algo más que una aproximación a la obra de estos autores tan representativos, pues Fuentes consigue conformar con todos sus textos un caleidoscopio que educa nuestra mirada.
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AUTORRETRATO CON CUERPO HERIDO, 1981

Alberto García-Alix

   Hablar lunfardo es ser capaz de decirlo todo sin decir nada. O, mejor, hablar para que sólo te entiendan los que te interesa que lo hagan. Es como pertenecer a un selecto club en el que sus miembros se reconocen y comunican mediante guiños cómplices, codazos confabuladores y juegos lingüísticos.
   El lunfardo no es un idioma, ni un dialecto. Es una jerga, que nació en los suburbios bonaerenses entre trileros y gentes que se pasaban la vida al margen y donde un abanico abacanado es un policía presuntuoso y un camote es un enamoramiento obsesivo.
   Pero el lunfardo, como todas las lenguas que descolocan un idioma, es también la letra del alma; la letra de lo que no se puede decir sin que lo dicho pierda toda su piel. Los compositores de tango así lo entendieron usándolo de manera extensiva en sus composiciones; Rosendo Mendizábal, Carlos Gardel, Enrique Santos Discépolo... porque en el fondo el tango habla de lo que pudo ser, de lo que a veces fue y de lo que las más de las veces fue y se quedó en ruina. Es decir, de lo que está situado en el lugar, inaccesible para el lenguaje, de los deseos no cumplidos y de los que, maldita la gracia, lo fueron y ahora toca contarlos.
   Las fotografías de Alberto García-Alix nos hablan un poco en lunfardo y tienen la universalidad de lo que nadie dice. O al menos de lo que nadie dice de la manera en la que él lo hace, porque para hablar de ciertas cosas hay que estar viviéndolas; en la propia carne y en primera persona.
   Y en esas estaba Alberto, en compañía de Antonio Bartrina, cantante del grupo de tangos Malevaje, una noche de un viernes de agosto de 1981, en la sala El Sol, mítica sala madrileña relacionada con la no menos mítica movida madrileña. La sala era similar a la ya desaparecida RockOla, uno de esos lugares en los que podías sentir la respiración del cantante en la cara, y que cuando no ofertaba conciertos se convertía en sala de baile.
   Ese día ya había alguien bailando en el escenario. En realidad, los que ya bailaban entendían la sala y el resto de la ciudad como un territorio de caza en el que se sentían protegidos por las autoridades y fuerzas todavía vivas del extinguido régimen franquista. La música fue caldeando el local y haciendo que los cuerpos también entraran en calor con ganas de más. Alberto y sus amigos subieron a bailar también. Y en ese momento empezó la bronca.
   Los Guerrilleros de Cristo Rey, a base de patadas y empujones, pretendían echar del escenario a los que subían. Uno de los golpes fue para Alberto. La pelea creció en intensidad. De repente, aparecieron los cuchillos. Alberto se enfrentó al que le había golpeado y se dio cuenta de que algo le brillaba en la mano. Ahora estaba solo en el escenario con él. Al ver el cuchillo agarró una botella para defenderse que sólo soltó cuando alguien le gritó que la policía ya había entrado en la sala. La pelea terminó con los guerrilleros detenidos.
   Había varias personas heridas por arma blanca, entre ellos un amigo de Alberto al que le habían alcanzado un riñón. Un policía se acercó a Alberto para interesarse por él; para calmarse, decidió fumarse un cigarrillo. Al sacar el paquete del bolsillo delantero del pantalón se dio cuenta de que tenía las manos manchadas de sangre. Sin decir nada, echó una mirada ftirtiva por encima del pantalón sin apreciar ninguna herida. Extrañado, bajó al cuarto de baño. Cuando se quitó el pantalón vio que tenía una herida que sangraba profusamente. El tipo al que se había enfrentado en el escenario se había anotado un tanto.
   Acompañado de Antonio Bartrina decidió ir al hospital. El médico que lo vio le hizo un extraño diagnóstico: «no dejes de fumar Fortuna». Y tenía razón. Porque si el paquete de tabaco no le hubiera amortiguado la cuchiliada, esta le habría seccionado la femoral, y con toda seguridad hubiera muerto desangrado. Después del susto, los protocolos habituales: toma de declaraciones, unos puntos, antibióticos, días de baja...
   Alberto era consciente de que había estado a punto de tener una cita con el destino. Una cita que era la única que no buscaba en esa noche de verano. Y decidió fotografiarse. Casi a la manera de un Cristo anónimo, sin rostro, que enseña lo más universal: la herida. El primero que vio esta fotografía fue Pablo Pérez-Mínguez, al que Alberto acudió a mostrarle su trabajo por consejo de una amiga. En aquel entonces Pablo estaba preparando una exposición de fotógrafos madrileños y fue sincero con Alberto: «no me gustan tus fotografías». A pesar de ello, y a pesar de que a Alberto tampoco le gustó el trabajo de Pablo Pérez-Mínguez, acabaron siendo buenos amigos.
   Y de la experiencia con Pablo Pérez-Mínguez podemos deducir que no es cierto que la fotografía sea un lenguaje universal. Como no lo es que las imágenes en general lo sean. Como todo código, necesita un lector que se tome el tiempo necesario para descifrarlo. Y ese tiempo sólo se dedicará en función de lo que la imagen sea capaz de provocar en el espectador. Cada uno de su padre y de su madre y con la vida a medio hacer.
   La letra del tango Cambalache, compuesto por Enrique Santos Discépolo en 1934, en su advertencia pesimista, también afirmaba algo: «que el mundo fue y será una porquería en el 506 y en el 2000 también». Aunque es lo que tenemos. Un escenario al que subimos a bailar con quien nos toca.

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