MICROCOLAPSOS, Cecilia Eudave

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CECILIA EUDAVEMicrocolapsos, Paraíso Perdido, Guadalajara, 2017, 56 páginas.
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DE NATURA
Para Carmen Alemany Bay

   Se obsesionó con el mundo vegetal, se gastó la fortuna de sus ancestros en construirse un paraíso donde solo habitaran plantas de todas las variedades y entre ellas edificó su vida. Los visitantes regulares eran los jardineros encargados de fumigar o podar, siempre bajo su vigilancia, los árboles, el pasto y cierto tipo de enredaderas que demandaban mucho esfuerzo. Contrató los servicios de un chef especializado en la preparación de comidas elaboradas solo con frutas o legumbres recolectadas de su huerto. Si enfermaba, un apotecario era el encargado de suministrarle sueros o medicinas naturales, sobra decir que poseía uno de los mejores jardines de herbolaria de la tierra. Uno de sus mayores logros como naturista fueron los invernaderos en donde flores exóticas eran cultivadas con la energía de un biólogo genetista que busca combinaciones improbables pero certeras. Sin embargo, su sección preferida era la dedicada a la naturaleza insólita. Ahí discurrían sus horas matinales o nocturnas, según fuera el caso, experimentando y animando a los injertos más extraordinarios a existir. Las plantas carnívoras no eran ni por asomo las más excéntricas, pero servían de camuflaje para los curiosos familiares, escasos pero perniciosos, que iban de vez en vez a importunarlo con sus preguntas o a insistir en comprarle algún bonsai milenario adquirido en tierras remotas para su pequeño bosque zen. La única compañía que le resultaba grata era la de un sobrino, medio casanova, que a cambio de libros de botánica antigua y de ciertas semillas exóticas introducidas al país de contrabando, le pedía flores. Eso y un pequeño recorrido por la zona de las siembras extravagantes. Al sobrino le entusiasmaban sobremanera los árboles zoomorfos, no faltaba a los nacimientos de los corderos vegetales e iba dos veces al mes hasta que dejaban de pastar desde el tallo en el que se prendían como niños pequeños; después de unas cinco semanas de existencia se marchitaban y morían. También le deleitaba el árbol de las ocas a pesar de que nunca las oyó graznar.
   En una de sus visitas, el sobrino le preguntó si había leído el libro que le obsequió a cambio de una orquídea acuática de extraña belleza.
   —Sí, mas no era una novela cuyo tema fueran las plantas.
   —Lo sé, pero habla de la creación.
   —Yo cuido de la naturaleza, no soy su creador. Además, una mujer eléctrica compuesta de fierros y caprichos ajenos no es real, no está viva.
   —Tío, si yo te consiguiera el brote de un árbol cuyo fruto son mujeres, ¿lo sembrarías y cuidarías para mí?
   —¿Hablas del Wak-wak? No existe, y también de él brotan seres parecidos a los varones. Yo lo he rastreado por el planeta entero. Lo más cerca que estuve fue cuando seguí los datos de un geógrafo anónimo de Almería, registrados en el siglo XII en el Kitab al-dejaghrafiya, y que me condujeron a un viaje absurdo, pues nunca encontré la isla china donde florecen.
   Entonces su sobrino abrió una pequeña bolsa y le mostró una planta cuyas hojas se parecían a la higuera. No había duda, él lo reconoció inmediatamente, la tomó entre sus manos. Los ojos se le llenaron de lágrimas y prometió cultivarlo para él. Sin embargo, tendría que esperar cinco años a que el árbol estuviera crecido para dar frutos. Decidió plantar aquella esperanza en el centro mismo de su enorme vorágine verde, dispuso la mejor orientación e instalaciones. Se abocó a su cuidado, era el principal motivo de sus jornadas y día a día le dispensaba todas las atenciones necesarias. Personalmente lo podaba, regaba y nutría con fertilizantes de alta calidad. Pasaron los cinco años y el árbol cumplió con sus expectativas. Comenzó a aparecer el fruto en marzo, como estaba previsto, y empezaron a aparecer unos pies muy finos. La emoción lo embargó sobremanera. En abril el cuerpo ya estaba formado, en mayo nació una hermosa cabeza de rostro impecable y durante junio creció hasta convertirse en una adolescente perfecta que se desprendió y cayó al suelo gritando «wak-wak». Abrió los ojos y le dedicó una mirada pura y dulce como las flores de su invernadero.
   Informó al sobrino, quien apresuró el regreso de un viaje de negocios para admirar el resultado. Una vez allí, la congoja en el rostro de su tío y su corta explicación lo derrotaron: «Murió a los pocos minutos de desprenderse del árbol». Insistió en verla aunque fuera muerta, él rápidamente le comentó que ella se volvió hojarasca en cuanto dejó de respirar. Ante el desasosiego del muchacho prometió intentarlo otra vez, por lo menos una se lograría; pero no podría ser hasta dentro de cinco años, pues ese era el ciclo de reproducción. Trascurrido ese tiempo, un varón fue el producto, mas corrió con la misma suerte que la mujer, informó el tío. Para el siguiente periodo, dos venían en camino pero se malograron, se lo confirmó por teléfono. El sobrino, que poco a poco perdió el interés ante tanto fracaso, pereció en un accidente automovilístico sin ver jamás la anhelada cosecha. Una década más tarde falleció el tío rodeado de sus plantas y fue enterrado junto a una higuera de apariencia particular. Heredó su propiedad a un pareja extraña de piel aceituna. Ahora nadie entra en el recinto, por instrucciones de los excéntricos dueños se debe conservar como un santuario, asegurando así que ahí se concentra lo mejor de la naturaleza. Por la noche, los vigilantes que custodian las entradas escuchan risas y palabras en un idioma ajeno, nadie sabe de dónde provienen, y si les preguntas sólo responden: «Es la voz del paraíso».

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