LOS IMBÉCILES NO VAN AL INFIERNO, Rafael Serrano

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RAFAEL SERRANO, Los imbéciles no van al infierno, Universidad de Sevilla, Sevilla, 2012,  174 páginas.
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EL JURISCONSULTO

   Don Andresito tenía fama de ser un abogado malísimo. Se contaba que un pobre hombre que se presentó en su despacho por un pleito sin importancia sobre el retraso en el pago de un alquiler estuvo a punto de purgar, por la impericia del letrado, veinte años de cárcel, librándose de la trena por ser hermano de un Caballero Mutilado de Guerra y Camisa Vieja. 
   A pesar de ello, don Andresito había hecho poner en su tarjeta de visita el pomposo título de Jurisconsulto, como si en vez de ser un mindundi en el mundo del Derecho, fuera un estudioso en leyes y autor con amplia bibliografía. 
   Usaba las hermandades de Semana Santa para trepar socialmente y conseguir algún pleito que otro. Como además tenía un verbo pretenciosamente lírico, soñaba con que algún día lo nombraran Pregonero de la Semana Santa para salir a hombros del Teatro San Fernando, como en 1956 le ocurrió a Rodríguez Buzón, de cuyo pregón don Andresito había tomado para sí la frase: "pero, como tú, ninguna", que utilizaba para piropear a las chavalas de carnes desafiantes con las que se cruzaba por la calle. 
   Una noche se presentó en nuestra azotea, ejerciendo la representación legal de una familia que vivía en la casa de al lado, por quienes habíamos sido denunciados ante el juzgado de Guardia, porque los decibelios del picú les molestaban muchísimo. 
   Afortunadamente, aquella noche, don Basilio, el abuelo de Elenita, se encontraba con nosotros, gracias a que había venido a comprobar con sus propios ojos lo mucho y bueno que yo le había contado sobre el culito de Catalina Baena. 
   Don Basilio se hizo cargo de la situación y se ausentó un par de minutos para hacer una llamada telefónica. Un cuarto de hora después un taxi paraba delante de la casa y de él se bajaba Rosarito Vargas, más conocida como Alboroto de Jerez, muy amiga de don Basilio, que, como ya he contado anteriormente, ejercía sus habilidades, muy a satisfacción de la clientela, en la sala de fiestas Viña Blanca.
   Rosarito Vargas, nada más aparecer por la azotea, se dirigió a don Andresito el abogado, lo agarró por la corbata y se encerró con él en el lavadero. Como media hora después, don Andresito abrió la puerta y, tras darle a don Basilio un abrazo lleno de emoción, le juró por sus muertos que a la mañana siguiente retiraría la denuncia que pesaba contra nosotros. Cuando todos se marcharon, solo el abuelo de Elenita permanecía a mi lado, mientras yo recogía los bártulos, diciéndome que le sonaba haber escuchado en algún sitio, que, de las dos cosas más importantes de la vida, la primera era el sexo. 
   —¿Y cuál es la segunda? —pregunté yo, aguijoneado por la curiosidad.
   Y don Basilio, mientras sacaba un cigarro de su petaca y dibujaba en su cara una sonrisa traviesa, me respondió: 
   —De la segunda... ni me acuerdo. 

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