LA TIGRA, Laura Nicastro

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LAURA NICASTRO, La tigra, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 2009, 122 páginas.

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SAXO EN LA FRONTERA

   Huyeron en el tren de las cuatro, cuando a la hora de la siesta la locomotora hundió su miriñaque negro de humo en la estación. Ella era menor de edad y él tenía su saxo y su talento.
   Con el tiempo, aprendieron que la mujer de un músico es una sombra quieta a un costado del escenario hasta que llega la hora del descanso compartido. Siempre volvían anhelantes de las funciones. Las manos sabias de él la recorrían minuciosamente: alcanzaban la nota más alta, la más intensa. Era la ternura, la furia, el éxtasis. Por esa época él también compuso una obra, "Desértico".
   Han transcurrido unos años. El presente es otro: cuando él termina de ensayar, después de la siesta, ella guarda el saxo en su estuche. La funda es de seda, ella lo acaricia (le gusta sentir la suavidad de la tela rozando sus yemas), entorna los párpados. Se toman de la mano y parten caminando, en la oscuridad de la noche, hacia el local donde él actuará. Después de la función les dan algunos pesos y un plato de comida. No siempre la salsa está fría, pero se han acostumbrado a no reclamar; es inútil. Regresan despacio. Se acuestan. Ella se queda quieta, esperando. La respiración de él se torna regular como un metrónomo.
   Cierta vez ella quiso revivir la tarde lejana. Se descalzó, cerró los ojos para no ver los hombros caídos y el torso fatigado de su hombre. Empezó a moverse con la cadencia del saxo. Él preguntó qué estaba haciendo. "Nada, querido, nada". Así ella comenzó a pensar en concretar lo que vino después.

   Cambian las geografías. Los rostros del público, a fuerza de ser diferentes, terminan por ser iguales. Noches de humo, de ocasionales aplausos. Días de luz solar excluida del cuarto de pensión. Afuera se oyen pájaros. Ella mira el saxo, lo odia un poco. Con el tiempo, el instrumento le ha robado las caricias que eran suyas.
   Una tarde (cualquiera, ya tan distinta de la primera, la del tren, iniciática) la mujer aprovecha la siesta profunda y sale. Si él pudiera verla cuando regresa, le sorprendería su expresión casi radiante. Es una idea audaz la de ella. Pero sirva para pagar los gastos.
   Y la mujer repite la salida, tiempo después, en un pueblo ahogado por la selva donde la pasión por las riñas de gallos y la ginebra son el único pasatiempo. Esa misma madrugada, al regresar a la habitación de los suburbios a la que ellos llaman "casa" alquilada a la viuda de un guardabarreras, él comenta:
   - Me contaron algo sobre un hotel de lujo, a unos kilómetros. Dan espectáculos, dicen. El mejor es el de una mujer que baila lento. Lo hace con "Desértico" ... ¿te das cuenta?. Con "Desértico". No lo puedo creer.
   Y a la escasa luz del candil (porque en el pueblo el generador se apaga a medianoche), ella comprueba cómo él se ha exaltado. Esa vez el descanso compartido es como al principio: él la dibuja con sus caricias, se enardece, sigue la pequeña muerte final.
   Cambia ligeramente la rutina cotidiana. Él ensaya (o compone de oído) hasta bien entrada la hora de la siesta, comen algo liviano. Se acuestan para descansar. Unas pocas gotas que ha ingerido sin saberlo aseguran el sueño profundo del hombre. Al oscurecer la mujer se desprende de su abrazo y se incorpora sigilosamente. Sale. A su regreso, ella lo despierta, le ayuda a vestirse, acomoda el saxo en su estuche y, juntos, van caminando hasta donde el músico debe cumplir con su contrato de la noche.
   Y en todos los lugares que recorren oyen rumores acerca de esa mujer que baila con la música que él ha compuesto. Pero nadie vio su rostro. El rumor crece y pasa de boca en boca.
   Una noche tardía, cuando regresan y ya en la habitación, él pregunta (curiosidad nomás) cómo será la mujer, la de los hoteles de lujo, la de los cabarets del otro lado de la frontera. Y su rostro vuelve a exaltarse, como iluminado por dentro. Ella empieza a acecharlo. Le oye las ejecuciones más gloriosas cuando esa luz le transforma el semblante. Entonces el saxofonista se pone de pie e inclinando el torso y la cabeza hacia atrás, ofrenda el pequeño concierto a la desconocida que ha mostrado lo oculto al son de su melodía. Respira con la música, su corazón late en cada nota. El hombre se mueve como aquella tarde en que ella, ahora compañera de ruta, lo vio a través de una ventana, el día que le cambió la vida. Ella lo había buscado caminando por una calle de tierra barrida por el tedio y el viento, recuerda, y ni ella ni el rostro por él desconocido ocupaban un espacio en el alma de su hombre. Esa tarde de polvo y agobio en un pueblo cuyo nombre ni siquiera merece un espacio en el mapa, la entonces adolescente se detuvo al oír las notas de bronce que la habían atraído desde lejos, como un cebo. Apoyó la mano en el alambrado, recuerda, cubierto de grandes campanillas azules exangües de calor (hasta eso vuelve: el color intenso, sus finas nervaduras, las corolas tiernas, el centro blanco, los estambres sutiles).
   Ahora ya lo odia un poquito.
   Una vez, al volver de su misteriosa salida, mientras se lava las manos, estudia su propia imagen en el espejo. ¿Cómo será la que él imagina? Con rabia, arroja el dinero dentro de la lata. El metal hace mucho ruido, pero él no despierta con el estrépito. La mujer recuerda (y esto es un hábito reciente) que ha ido aumentando la dosis del somnífero para que él no registre ni su partida ni su regreso. El hombre apenas deja de roncar. Sin embargo, cuando al final de la noche salen del humo de los cigarrillos hacia el fresco de la madrugada que no se apiada ni de sus ojeras ni de su palidez, todo vuelve a ser como antes, pero más pleno. Durante el descanso ella lo abraza con fuerza, le besa la frente, los labios endurecidos por la boquilla del saxo, el cuello, murmura palabras que nunca ha pronunciado antes. No quiere perderlo y ya lo ha perdido. Él se deja adorar.
   Con el tiempo, la mujer ha aprendido a abrir y cerrar sin estrépito las puertas de todas las pensiones. También ha aprendido a grabar sigilosamente cada melodía que él compone. En cada lugar de trabajo (cambia, según cambian los pueblos que visitan), ella coloca en el pasacintas la composición que ha elegido. Los ruidos de la sala se aplacan, calla el tintineo de los cubiertos, las conversaciones, los cubos de hielo detienen la danza circular dentro de los vasos. La mujer se tapa el rostro con el antifaz de lentejuelas (le cubre las ojeras, las arrugas que comienzan a insinuarse) y sale a escena. Evoca el momento primero y el impulso irrefrenable de aquella tarde, y la juventud, y las ilusiones. Todo por venir. Igual que en aquel entonces, se mueve para él aunque no la vea. Se imagina a su ídolo observándola por esa ventana y que ella vuelve a bailar sobre la calle de tierra como lo hace ahora, aun cuando él no haya podido verle el rostro. No oye los gritos soeces, ignora las miradas lascivas. Cuando termina la música, huye del escenario sin saludar, se arranca el antifaz, cobra el dinero ganado. Regresa rápidamente a la pensión.
   Hoy ha descubierto que su ídolo demuestra su exaltación hasta en sueños. Lo mataría. En cambio, lo despierta con una caricia. (No quiere perderlo y ya lo ha perdido.) Le ayuda a vestirse. Salen.
   Como siempre, ella toma el saxo para que él pueda manejar el bastón blanco con la mano libre.

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