LA MUERTE NUESTRA DE CADA VIDA,Yanitzia Canetti
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CARONTE
Caronte era un hombre alto y delgado, con un rostro alargado y unos brazos menudos como bambú. Era un hombre que mantenía una seriedad digna de su oficio, casi estoica. Era chofer de carros fúnebres.
Respetaba las leyes del tránsito como si en ello le fuera la vida. Y jamás sobrepasó los treinta kilómetros por hora, así estuviese retrasado por las indeseadas roturas de una calle.
Llevaba más de cuatro décadas guiando ataúdes hasta su última morada. Y lo hacía con solemnidad, actitud indeleble, casi con gracia. A tal punto, que sus compañeros de trabajo sentían hacia él una bien justificada envidia: era siempre el elegido por los familiares de los difuntos más célebres. Adalberto Radamés Fornaris, Eloísa Zacarías Jota, Augusto Mendoza Gárgara, Rinaldo Valle del Monte y Facunda Palomino Vergara, por mencionar solo algunos de los más conocidos.
A pesar de que su fama se extendió por los barrios colindantes, y que fue seleccionado en más de nueve ocasiones como el chofer del año, un día ocurrió algo paradójico e injusto, por llamarlo de alguna manera. Caronte fue víctima de su abnegada profesión. En su habitual trayecto hacia el cementerio, fue impactado por un camión que no se percató de la enorme caravana de dolientes compungidos que con ojos lluviosos, agitaban sus pañuelos almidonados por la excesiva secreción nasal. Caronte no sobrevivió al accidente.
Uno de los familiares del ser que trasladaban, y que por suerte iba junto al chofer, tomó sin demora el volante del abollado automóvil y —tras observar lo irremediable de los hechos se dirigió al cementerio con los dos cadáveres.
Caronte fue llevado a una funeraria donde recibió pocos llantos e hilarantes comentarios, y conducido luego por uno de sus compañeros de trabajo —que más que solemne, parecía somnoliento— hasta su última morada.
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