POLVO ERES, Nieves Concostrina

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NIEVES CONCOSTRINA, Polvo eres, La Esfera de los Libros, Madrid, 2008, 396 páginas.

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En Aquellos polvos trajeron estos lodos (pp. 15-17) ya el humor atraviesa el relato con el que la autora explicita el germen de este libro: una colaboración radiofónica que pretendía demostrar que "la muerte (de otros) puede llegar a ser tan interesante, extravagante o divertida como la propia". 
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EL CRÁNEO SUBASTADO DE RENÉ DESCARTES
(1596-1650).

   «Cogito, ergo sum», se decía René Descartes, cuando en una de ésas se murió. Dejó de pensar y, por tanto, de existir. Lo que aún no ha quedado firmemente confirmado es si se murió o si lo suicidaron. El pensador y filósofo francés falleció en Suecia, oficialmente, de una pulmonía, pero oficiosamente se sospecha que sus pulmones estaban relativamente sanos cuando murió. Descartes dictó cuatro reglas para la investigación científica, y la primera de ellas era no dar por cierto lo que no resulte evidente. Morir entre vómitos, náuseas y retortijones es evidencia —si no clara, al menos sospechosa— de que no murió de pulmonía. El asunto huele a arsénico. Resfriado o envenenado, ya da igual, porque aquí lo que cuenta es que murió y que fue a dar con sus huesos en el cementerio Fredrikskyrkan, en Estocolmo, en febrero de 1650.
   Tuvieron que pasar dieciséis años para que Francia reclamara los restos de su preclaro súbdito. Se le exhumó, se le colocó delicadamente en un ataúd de cobre y allá que se lo llevaron, a la iglesia parisina de Sainte-Geneviève-du-Mont. Como dejar a los muertos quietos no es costumbre muy extendida entre los humanos, durante la Revolución Francesa René Descartes fue de nuevo exhumado y trasladado al Panteón de Hombres Ilustres. Sin embargo, tampoco aquí dejaron tranquilo al filósofo, y volvieron a exhumarlo en 1819 para trasladarlo a la abadía de Saint-Germain-des-Prés, también en París. Y ya vamos por su cuarto entierro. En esta ocasión se decidió hacer un reconocimiento de restos, pero cuando abrieron el féretro para comprobar si Descartes mantenía una postura digna pese al ajetreo, se descubrió que el receptáculo de donde surgió tan vasto conocimiento, el cráneo, no estaba. Cierto es que Descartes proclamó que mente y cuerpo eran dos entidades separadas, pero nadie habría imaginado entonces que lo dijera en un sentido tan literal. Nada podían hacer entonces, salvo lamentarse de que el padre de la filosofía moderna hubiera perdido la cabeza. El misterio vino a solucionarse años después: en Suecia, sobre una mesa de subastas, se puso a la venta un cráneo con la inscripción «Cráneo de Descartes, tomado en cuidadosa posesión por Israel Hanstrom en el año 1666, en ocasión del transporte del cuerpo a Francia, y desde entonces oculto en Suecia». Nadie ha entendido aún hoy por qué demonios el tal Israel Hanstrom tuvo que separarle la cabeza al indefenso Descartes.
   El cráneo fue devuelto a Francia, al parecer al naturalista Georges Cuvier —un estupendo paleontólogo, pero de sospechosa catadura moral desde que le dio por ir disecando especímenes humanos—, y está custodiado desde entonces en el Museo del Hombre de París. Lejos, lamentablemente, del resto del esqueleto. A René Descartes, sin embargo, le falta algo más: el dedo índice de la mano derecha. Cuando fue exhumado de su primera tumba sueca, el embajador de Francia, un tipo apellidado Chanut, se quedó con ese despojo alegando que quería poseer el dedo que había escrito las palabras «Cogito, ergo sum». Le habría estado bien empleado al diplomático que Descartes fuera zurdo y que el dedo que se quedó fuera el que el pensador se metía en la nariz mientras escribía el Discurso del método.

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