AGUA QUIETA, Cristina Grande
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CRISTINA GRANDE, Agua quieta, Traspiés, Granada, 2010, 64 páginas.
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Las ilustraciones de Esperanza Campos acompañan a esta treintena de textos previamente publicados en El Heraldo de Aragón en los que la autora tiende con acierto sucesivos puentes entre el presente y el pasado.
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Mi hermana había empeorado y tuve que viajar a Valencia antes de lo previsto. A mi lado un hombre de cierta edad dormía desde el primer minuto. Me dio mucha envidia la facilidad con que algunas personas, como Rip Van Winkle, son capaces de desconectar de sus quebraderos de cabeza y al despertar encontrar los problemas resueltos.
La luz del amanecer y la falta de sueño aumentaban mi melancolía. Al pasar por Burbáguena estiré el cuello para ver el viejo molino que perteneció a los abuelos de mi amiga Ana. Todo seguía en orden. Ese paisaje, a la derecha de la carretera, entre Báguena y Luco de Jiloca, es uno de los más hermosos del planeta Tierra. No es la vegetación, compuesta de aliagas, frutales, grupitos de lirios azulones, malvas, amapolas, choperas de un verde muy tierno, humildes rabanizas blancas que rellenan los huecos como en un dibujo infantil, ni el agua del río, ni los puentes, lo que hace tan especial ese paraje, sino una evidente armonía que logra emocionarme siempre que paso por ahí, sea cual sea la época del año.
Le envié un sms a mi amiga Ana. El zumbido de su respuesta hizo que Rip Van Winkle se removiera un poco en su asiento. Estuvimos más de media hora parados en Teruel, como si el tiempo que se gana en los nuevos tramos de autovía tuviera que perderse luego para no tener que imprimir nuevos horarios. El conductor nos había obligado a bajar del autobús. Mi compañero de viaje me dio un poco de pena, sin motivo porque volvió a dormirse al iniciar la marcha. Cerré los ojos yo también.
La belleza del Jiloca seguía impresa en mi retina. Tanta belleza tenía que significar algo.
La luz del amanecer y la falta de sueño aumentaban mi melancolía. Al pasar por Burbáguena estiré el cuello para ver el viejo molino que perteneció a los abuelos de mi amiga Ana. Todo seguía en orden. Ese paisaje, a la derecha de la carretera, entre Báguena y Luco de Jiloca, es uno de los más hermosos del planeta Tierra. No es la vegetación, compuesta de aliagas, frutales, grupitos de lirios azulones, malvas, amapolas, choperas de un verde muy tierno, humildes rabanizas blancas que rellenan los huecos como en un dibujo infantil, ni el agua del río, ni los puentes, lo que hace tan especial ese paraje, sino una evidente armonía que logra emocionarme siempre que paso por ahí, sea cual sea la época del año.
Le envié un sms a mi amiga Ana. El zumbido de su respuesta hizo que Rip Van Winkle se removiera un poco en su asiento. Estuvimos más de media hora parados en Teruel, como si el tiempo que se gana en los nuevos tramos de autovía tuviera que perderse luego para no tener que imprimir nuevos horarios. El conductor nos había obligado a bajar del autobús. Mi compañero de viaje me dio un poco de pena, sin motivo porque volvió a dormirse al iniciar la marcha. Cerré los ojos yo también.
La belleza del Jiloca seguía impresa en mi retina. Tanta belleza tenía que significar algo.
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