PUNTO DE FUGA, Elizabeth Flores
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ELIZABETH FLORES, Punto de fuga, Ficticia, México D.F., 2012, 94 páginas.
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EL ÁRBOL QUE FLORECE EN INVIERNO
—Tengo que volver sobre los pasos de mis hijos muertos para poder morir en paz.
La voz sorprendió a la enfermera, que dejó caer la bandeja. La gelatina se estrelló en el suelo con un ruido acuoso, inquietante y salpicó sus albos zapatos de piel de ternera.
Se volvió para mirar al viejo de la cama nueve. Al verlo tan quieto, por un momento pensó que el comentario había sido una alucinación. Pero el viejo volvió a hablar.
—Tengo que ir a Praga, señorita, ver con mis propios ojos a la prostituta de la calle Nadrazni.
La piel del rostro de la enfermera se contrajo ligeramente alrededor de los ojos, pero sólo por un instante. Su seno subió y bajó casi imperceptible, y su mano se deslizó hacia su costado. Sin mirar al viejo, sacó del bolsillo derecho la hipodérmica de emergencia, hurgó entre las sábanas buscando el delgadísimo brazo y hundió la aguja lenta y mecánicamente en la maltrecha vena basílica.
El viejo la miró con odio reptiliano por un segundo antes de quedarse dormido, pensando en el sonido de las palabras child, kiltham, kilpei, y su origen gótico: vientre. Útero. La "k" resonando como en una cueva. ¿Cómo podía decir que eran sus hijos, sus retoños, su nada, si le estaba negado llevar vida dentro de sí? ¿Cómo podía sentirlos suyos?
El veneno que llevaba en sus gotas el propofol, solución 5%, parecía quedarse suspendido, mordiendo las ancianas venas. El viejo, sin embargo, luchaba por mantener la expresión concentrada y ausente que deben tener los moribundos. La mirada de la enfermera se posaba, ya en el cabello blanco y quebradizo, ya en la almohada que lo sostenía. Blanco. Blanco azulado. Gris. Negro.
Los ojos cerrados del viejo no eran suficiente confirmación; la enfermera tomó el pulso. Lo arropó como se hace con los niños recién nacidos, casi vegetales, y apagó la lámpara de la mesita antes de comenzar a limpiar el suelo y sus zapatos. Su expresión se veía perturbada a ratos por un ligero cambio en la luz o en la posición de la máquina que, a cada cierto tiempo, confirmaba que el cliente del cuarto nueve seguía respirando. La voz entrecortada del monitor que respondía, a su manera, la pregunta más triste, la más necesaria, ¿sigues vivo? Hundido en la artificial ensoñación diurna, recorría calles cuyas luces se prendían al paso, sólo para apagarse inmediatamente después.
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