IMÁGENES DEL INCENDIO, Edmundo Paz Soldán

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EDMUNDO PAZ SOLDÁN, Imágenes del incendio, Algaida, Sevilla, 2005, 304 páginas.

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LAS RUINAS CIRCULARES

   A Rodrigo se le había ocurrido soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad del Playground. Ese proyecto ya no tan mágico había agotado el espacio entero de su alma: nunca, hasta leer ese cuento que hablaba de noches unánimes y canoas de bambú sumiéndose en el fango sagrado, le había llamado la atención esa realidad virtual en la que pasaban buena parte del tiempo sus estudiantes y muchos ciudadanos de Río Fugitivo. Para él, la realidad era ya una realidad virtual; ¿para qué, entonces, la necesidad de enfrentarse a la pantalla de una computadora, hacerse de un avatar y caminar por calles hechas de pixeles? Pero ahora el cuento del hombre que quería soñar un hombre le daba un buen motivo. Conjeturaba que eso era, precisamente, lo que podía hacerse en el Playground.
   Esa noche, encendió la computadora y se registró en el Playground. En una pantalla aparecieron instrucciones: ¿crearía a su avatar, o prefería uno de los modelos disponibles? Tardó en responder, y de pronto se encontró en una llanura sobresaturada de verde, enfrentado a nubes de avatares esperando que una palabra suya redimiera a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolara en el mundo real. Entonces se mostró insatisfecho y los borró a todos ellos y se dedicó a crear a su avatar. Siguió instrucciones, pulsó botones en el teclado. Trató de delinear su sueño: lo fue creando activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color magenta en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo. A medida que lo percibía con mayor evidencia, lo fue viviendo desde muchas distancias y muchos ángulos. Al final de la noche llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Creó el hombre íntegro de sus sueños, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Lo había creado como lo había soñado, dormido.
   El avatar de Rodrigo era tan inhábil, rudo y elemental como el Adán de las cosmogonías gnósticas. Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Cuando comprendió que su avatar estaba listo para nacer, y tal vez impaciente, lo bautizó como Rodrigo, besó la pantalla y lo envió a las calles del Playground, pobladas de prostitutas virtuales con polvo fosforescente en sus caras, policías con pecheras de metal y terroristas manejados por piratas informáticos.
   Rodrigo sintió que su propósito estaba colmado, y vivió las primeras horas de su creación en una suerte de éxtasis. Poco a poco, sin embargo, lo fue visitando una desazón infinita. Temió que su avatar descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre, ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; era natural que Rodrigo temiera por el porvenir de Rodrigo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en una noche secreta.
   El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero, el color de las paredes de su despacho, que cambiaba de un rosado claro a uno intenso como el de la encía de los leopardos, y no se decidía entre ambos; luego hacia la derecha de su escritorio, los libros que pulsaban como si una luz interior amenazara con escaparse de sus páginas; después la fuga pánica de los sonidos. Se le ocurrió que era el cansancio, una suerte de delirio ocasionado por las múltiples horas frente a la pantalla. O acaso se trataba de problemas en la computadora, o ún desperfecto en la provisión de energía eléctrica en Río Fugitivo.
   Escuchó unos pasos. Alguien se acercaba.
   Cuando la luz del Playground se apagó, Rodrigo comprendió con alivio, con humillación, con terror, que él también era un avatar, que otro lo había soñado.

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