EL SIGLO DE LA GRAN PRUEBA, Jorge Riechmann

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JORGE RIECHMANN, El siglo de la gran prueba, Baile del Sol, Tegueste, 2013, 166 páginas.

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   Un espacio señero de resistencia se abre hoy si uno se hurta al atiborramiento. Y lo mejor de estas prácticas emancipatorias “nuevas”, del tipo de dejar de comer carne, apagar las pantallas o vivir más despacio, es que están al alcance de cualquiera que se las tome en serio, aquí y ahora. No requieren ninguna inversión adicional de recursos escasos, en la medida en que son prácticas de austeridad que lo que hacen es precisamente liberar recursos escasos. 
   No se trata del conocido eslogan que paren el mundo, que me quiero bajar: sino, antes bien, porque quiero vivir de verdad en este mundo, es de la Megamáquina de donde he de apearme.
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   Cuando estés repitiendo tu itinerario acostumbrado, repetido mil veces y automatizado hasta la indiferencia, recuerda: hay siempre varios trayectos posibles para llegar a un lugar, y ahora mismo podrías estar explorando la calle de al lado.
   El arte es una navaja multiusos: gran cantidad dc errores y malentendidos se derivan de la suposición de que es sólo un martillo, o sólo un abrelatas, o sólo un destornillador...
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   Bueno es aspirar a lo bueno. Pretender lo perfecto es totalitario.
   «No se puede perder el tiempo en ser moderno cuando hay tantas cosas más importantes que ser», escribió muy atinadamente Wallace Stevens. Hoy, casi medio siglo después de su muerte, completaríamos: no se puede perder el tiempo en ser posmoderno...
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   Hay que seguir defendiendo el uno por ciento. El uno por ciento de comportamiento racional en la conducta humana, el uno por ciento de la poesía en la suma de lo que lee la gente, el uno por ciento de las ideas igualitarias y ecologistas entre la masa de creencias políticas del personal... Hay que seguir defendiendo el uno por ciento, sin amargura y sin desmayo.
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   La experiencia —de un lugar, de una persona, de un texto— requiere tiempo. En nuestras sociedades tardocapitalistas, la gente quiere experiencias, muchas experiencias (pues ¿cómo si no dar sentido a un mundo privado de trascendencia?): pero no se permiten —o no pueden permitirse, en muchos casos— el tiempo necesario para ellas. Como en otros ámbitos de nuestra neurotizante vida contemporánea, el deseo sólo puede ser frustrado.
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   El coche atropelló al gatito. A la mañana siguiente, en la estrecha carretera de montaña, el autobús esquivó a la tortuga.
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   No desconocer el horror, no apartar la vista, sería la primera regla. Pero la segunda me parece aún más importante: no situarlo imaginariamente fuera de nosotros. Ser capaz de reconocerlo ahí donde se encuentra: en el atrio de tu corazón.

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