SEÑALES DE HUMO, Luis Alberto de Cuenca
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LUIS ALBERTO DE CUENCA, Señales de humo, Pre-Textos, Valencia, 1999, 281 páginas.
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En la Nota del autor (p. 281) éste advierte: "Estas Señales de humo fueron enviadas a través de los periódicos, fundamentalmente del diario ABC, entre 1990 y 1998".
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ME ACUERDO DE...
Me acuerdo de los chistes de Borges que me contaba Marcos Barnatán, sobre todo de uno que me contó una noche de junio de 1970 en Velázquez esquina a Goya y que trataba de los hermanos Machado.
Me acuerdo de los chistes de Borges que me contaba Marcos Barnatán, sobre todo de uno que me contó una noche de junio de 1970 en Velázquez esquina a Goya y que trataba de los hermanos Machado.
Me acuerdo de una viñeta de Flash Gordon (etapa Alex Ravmond) en la que Dale, embutida en un traje de noche alucinante, enseñaba la espalda más maravillosa que he visto nunca.
Me acuerdo de haber mojado un día las trenzas rubias de mi prima lejana María José en el chocolate caliente de la colección Araluce, mezclando el oro con la fantasía, el mito con la realidad.
Me acuerdo de la magdalena de Proust siempre que como magdalenas.
Me acuerdo de que mi novia, al contrario que Matilde y que la mayoría de sus amigas, no llevaba el Lacoste con el cuello levantado.
Me acuerdo de la tienda de tebeos que don César, estricto coetáneo de Franco, de quien fue compañero de colegio en Galicia, tenía en Hermanos Miralles, y de que allí completé hace treinta años mis colecciones de El Guerrero del Antifaz y Roberto Alcázar y Pedrín.
Me acuerdo de Jacqueline Sassard y (menos) de Antonella Lualdi en Los Titanes, una horrible película de 1962 que mis amigos y yo fuimos a ver tres o cuatro veces, provistos de prismáticos y de merienda.
Me acuerdo de que en el colegio nos decían que había que escribir como «Azorín» y no como Ricardo León, y de que un profesor de literatura nos dio en sexto de bachillerato una conferencia sobre Shakespeare que estaba copiada ad litteram del William Shakespeare de Víctor Hugo.
Me acuerdo de que a Álvaro, para que no llorase y se durmiese de una vez, le leía «La canción del pirata» en una vieja edición de las Poesías de Espronceda (Madrid, Imprenta de Yenes, 1840).
Me acuerdo de la magdalena de Proust siempre que como magdalenas.
Me acuerdo de que mi novia, al contrario que Matilde y que la mayoría de sus amigas, no llevaba el Lacoste con el cuello levantado.
Me acuerdo de la tienda de tebeos que don César, estricto coetáneo de Franco, de quien fue compañero de colegio en Galicia, tenía en Hermanos Miralles, y de que allí completé hace treinta años mis colecciones de El Guerrero del Antifaz y Roberto Alcázar y Pedrín.
Me acuerdo de Jacqueline Sassard y (menos) de Antonella Lualdi en Los Titanes, una horrible película de 1962 que mis amigos y yo fuimos a ver tres o cuatro veces, provistos de prismáticos y de merienda.
Me acuerdo de que en el colegio nos decían que había que escribir como «Azorín» y no como Ricardo León, y de que un profesor de literatura nos dio en sexto de bachillerato una conferencia sobre Shakespeare que estaba copiada ad litteram del William Shakespeare de Víctor Hugo.
Me acuerdo de que a Álvaro, para que no llorase y se durmiese de una vez, le leía «La canción del pirata» en una vieja edición de las Poesías de Espronceda (Madrid, Imprenta de Yenes, 1840).
Me acuerdo de que Inés, cuando era más pequeña (acaba de cumplir seis años), quería ser Dorita (o sea, Judy Garland), la de El mago de Oz, y tener un perro de verdad como Totó.
Me acuerdo con cariño, admiración y gratitud de uno de mis maestros, Miguel Dolç, que acaba de morir.
Me acuerdo a todas horas de Hedy Lamarr.
Me acuerdo con cariño, admiración y gratitud de uno de mis maestros, Miguel Dolç, que acaba de morir.
Me acuerdo a todas horas de Hedy Lamarr.
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