CABALLERÍA ROJA. DIARIO DE 1920, Isaak Bábel
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ISAAK BÁBEL, Caballería roja. Diario de 1920, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1920, 256 páginas.
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En Bábel, el testigo (pp. 217-224), el epílogo del libro, escribe Antonio Muñoz Molina: "...la novela implica orden, designio coherente, y el material narrativo con que Bábel trabaja carece de él, su naturaleza peculiar es lo fragmentario y lo dudoso, el sinsentido, la discontinuidad, la inutilidad." En El derecho al silencio (pp. 11-29), el prólogo escrito por Galina Bélaya leemos: "Caballería roja era un acto de difamación contra el Ejército Rojo, que se veía despojado de toda su aura épica". El hombre que presenció ejecuciones y convirtió estos treinta y seis relatos en un documento sobre la crueldad de la revolución fue fusilado el 27 de enero de 1940.
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PRISCHEPA
Me abro camino hacia Leshniuv, donde se ha instalado el Estado Mayor de la división. Mi acompañante sigue siendo Prischepa; un cosaco de Kubán, canalla incansable, comunista depurado, futuro quincallero, sifilítico impávido y mentiroso indolente. Lleva un caftán color frambuesa de paño fino y un capuchón de pluma que le cuelga a la espalda.
Por el camino me cuenta su vida...
Un año atrás había huido de los blancos. Éstos, en venganza, tomaron de rehenes a sus padres y los mataron por espías. Los vecinos saquearon sus bienes.
Cuando echaron a los blancos de Kubán, Prischepa regresó a su pueblo natal.
Era de mañana, amanecía, el sueño campesino suspiraba en el agriado bochorno. Prischepa se agenció un carro en la unidad y se puso a recorrer el pueblo para recoger sus gramófonos, las tinas para el levas y las toallas que su madre había bordado. Salió a la calle cubierto de una capa negra, con un cuchillo curvo al cinto; el carro lo seguía. Prischepa iba de un vecino a otro, la huella ensangrentada de sus suelas se arrastraba tras sus pasos. En las casas en que el cosaco descubría objetos de su madre o la pipa del padre, dejaba viejas acuchilladas, perros colgados sobre el pozo, iconos embadurnados de estiércol.
Los aldeanos, fumando sus pipas, seguían con mirada sombría el recorrido de Prischepa. Los cosacos jóvenes se habían dispersado por la estepa y llevaban la cuenta. La cuenta se iba hinchando, el pueblo callaba.
Cuando hubo terminado, Prischepa regresó a la casa desierta de sus padres. Colocó los muebles rescatados en el orden que recordaba de su infancia y mandó por vodka. Encerrado en la casa, estuvo bebiendo dos días enteros; cantaba, lloraba y descargaba sablazos contra las mesas.
A la tercera noche el pueblo vio humo sobre la casa de Prischepa. Chamuscado y hecho girones, tambaleándose, sacó del establo la vaca, le colocó el revólver en la boca y disparó. La tierra humeaba a sus pies, el anillo azul de las llamas salió volando de la chimenea y se evaporó; un becerro abandonado lanzó un sollozo en el establo. El incendio refulgía como un domingo. Prischepa desató el caballo, lanzó un mechón de su pelo al fuego y desapareció.
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