LUNA DEL SUBURBIO Y OTROS RELATOS, José Díaz Fernández

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JOSÉ DÍAZ FERNÁNDEZ, Luna del suburbio y otros relatos, Renacimiento, Sevilla, 2013, 192 páginas.
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En José Díaz Fernández, entre la razón y el corazón (pp. 9-32), el editor Alonso López Alfonso apunta sobre este necesario rescate de Renacimiento: "Se intenta proporcionar al lector una edición lo más completa posible, que no seguramente exhaustiva, de la narrativa breve de un autor que se movió con soltura [...] en la corta distancia del relato, el cuento y la novela breve". Una recuperación para dar brillo a una obra no tan menor, opacada por el merecido reconocimiento de sus novelas El blocao (1928) y La venus mecánica (1929).
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LA AMADA DEL MAR

   El cuerpo blanco de Leocadia, en la alfombra verde y acerada del mar, tenía seducción maravillosa. Todos los días la poseía el mar. Cuando iba hacia él la recibía alborozado, como si las olas al unísono dijesen una letanía de amor: al resbalar por las aguas los piececitos de Leocadia, que fingían dos conchas buriladas, el mar temblaba de deseo como un amante, y como si amante fuese, iba poco a poco aprisionándolacaricioso, explorando las divinas turgencias, meciéndola con dulzura inefable y acariciándole no se sabe qué madrigales prodigiosos. Después, cuando Leocadia tiritaba de un placer extraño y todo su cuerpo sentía el encanto de ignoradas y supremas delicias, el mar, jadeante, parado a veces como saboreando el momento único, rugiendo después anhelos renovados, estrechaba su cuerpo, lo alzaba, lo mordía. Y Leocadia era otra: brillaban sus ojos azules, su boca tenía un rictus de ansia, las aletas de su nariz venteaban y tramaba toda como una cuerda vibrante y tensa.
   Esto era un cuarto de hora.
   Luego el mar, satisfecho, se estaba quieto como meditando. Leocadia, nadaba, nadaba, nadaba, embrujada por el mar, como en sueños. Muchas veces tenían que llamarla las amigas desde la playa:
   —¡Leocadia, mujer; no seas loca, ven!
   Entonces la bella, como si despertase, volvía hasta la playa riendo.
   —Nunca me doy cuenta y, nada que nada, me alejo.
   —Un día te vas por la barra —le decían las amigas.
   Su risa de cristal alegraba entonces la playa. Volvía a ser la Leocadia niña, ruborosa, alada, elegantísima. Los hombres desde el Pretil de los acantilados enfocaban los gemelos hacia ella. Y alguno miraba con rencor al mar.
   ***
   Aquella mañana el mar se había vestido de azul y de sol para recibir a Leocadia y conducirla a una romería de amor; casi no se movían las olas.
   El grupo de niñas blancas, entre las cuales iba Leocadia, gorgeba como una bandada de jilgueros entre las frondas. Al sentir el mar a a Leocadia se estremeció; Leocadia miró al mar y su pecho de virgen gentil se inquietó bajo las sedas.
   El mar la recibió quieto, retraído, como amante celoso que espera de la amada una explicación. Leocadia se esponjaba en el mar con más delectación que nunca, lo excitaba promoviendo un cerco de espuma, se tendía en el mar esperando el abrazo. Y el mar seguía quieto. Entonces Leocadia comenzó a nadar hacia la lejanía. Oyó sin darse cuenta las voces de sus amigas que la llamaban desde la playa.
   —¡Leocadia! ¡Leocadia!
   Pero Leocadia no hacía caso; iba ya rebasando las rocas de la barra. Volvió a tenderse e incitar al mar... Y el mar seguía quieto. Entonces nadó de nuevo; rebasó la barra, dejó atrás el faro...
   De pronto estalló el mar en un ímpetu; abrazó a Leocadia, la sumergió, le hizo un trono de espuma para el cuerpo blanco... Leocadia, suspiraba de gozo, se daba toda. Y el mar arreció en sus bárbaras caricias, y como si estuviese loco de amor trituró a Leocadia arrojándola contra las peñas, que la despedazaron...

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