CUENTOS DE AMOR DE LA ANTIGUA INDIA, Enrique Gallud Jardiel

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ENRIQUE GALLUD JARDIELCuentos de amor de la antigua India, Hiperión, Madrid, 2005, 184 páginas.
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Como Criterios de esta edición (p. 13), Enrique Gallud Jardiel señala la pretensión de inteligibilidad para el lector occidental, la condensación de motivos y la "variedad, esa palabra mágica del estilo". El resultado de esta cuidada tarea de redacción y selección puede leerse en unas páginas que suponen una exquisita muestra de la narrativa amorosa de la India.


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UN VÍNCULO INMORTAL

   El amor no sólo ata a los mortales. Todas las criaturas del universo pueden sentir sus efectos. Grandes hazañas y grandes pecados se han cometido por su causa. Lo cierto es que esta pasión no conoce leyes y, cuando surge, nada respeta. Ejemplo de ello es la siguiente historia.
   En el país de Magadh vivía el rey Indradyumna, cuya esposa era tan bella como la luna. Su nombre era Ahalya.
   Los cónyuges fueron felices en su unión hasta que la reina concibió un insensato amor por Indra.
   Indra era el más poderoso de los dioses, el rey de los cielos. Tenía fama de valiente y justiciero y todas las criaturas le reverenciaban. Pero su condición divina no le impidió verse apresado por un amor considerado deshonesto.
   Ahalya había escuchado alabanzas del dios en boca de muchos mortales, y, llena de curiosidad, quiso conocerle. Mediante la intervención de una de sus criadas de confianza, la reina consiguió burlar la vigilancia de su marido y conducir a Indra hasta sus aposentos, donde ambos reconocieron su mutuo amor y cayeron uno en brazos del otro.
   Desde aquel día su amor se fortaleció y, de esta manera, Indra y Ahalya continuaron viéndose en secreto y disfrutando de una relación intensa y apasionada.
   Pero no habría de pasar mucho tiempo sin que Indradyumna supiera la afrenta de la que estaba siendo objeto. Ahalya estaba tan enamorada del dios que sólo pensaba en él y creía verle por todas partes. De esa manera sucedió que el nombre de Indra llegaba con gran facilidad a su labios, delatando así su amor en varias ocasiones.
   Cuando Indradyumna se percató de lo que sucedía, quiso castigar a los amantes de manera ejemplar. Hizo apostar a su guardia cerca de las habitaciones de la reina y advirtió a los soldados lo que estaba sucediendo y cuál era su cometido.
   Aquella, noche, mientras Indra penetraba por el balcón para encontrarse con Ahalya, fue apresado por los soldados del rey. Avergonzado por su conducta, el dios no quiso emplear sus poderes divinos y permitió que se le condujera ante la presencia del monarca.
   —¡Has ofendido a mi honor! —le dijo éste, cuando le tuvo ante él—. Eso es algo indigno de un hombre virtuoso y mucho más de un dios, que ha de servir de ejemplo para sus devotos.
   —Estoy de acuerdo contigo —concedió el dios—. Tu ira está plenamente justificada y sería inútil querer contradecirte. En mi defensa sólo puedo decir que, aun siendo el rey de los dioses, el amor ha sido más fuerte que mi voluntad. Por él he perdido fuerza y dignidad, hasta el punto de verme ahora en tu presencia como un mísero delincuente.
   —¿Aceptarás, pues, tu castigo? —inquirió el soberano— ¿O te valdrás de tus poderes divinos para evitarlo?
   —No sería justo hacerlo —respondió Indra—. Aceptaré el castigo que quieras imponerme y lo sufriré por la eternidad o hasta que tú desees, pues no pienso renunciar a mi amor—. Y añadió—: No podría hacerlo, aunque quisiera.
   Indradyumna mandó a los soldados que infligieran a la pareja adúltera los más duros castigos y los tormentos más atroces. Dijo a Ahalya que la perdonaría si re¬nunciaba a su amor por Indra, pero ella se negó en redondo.
   Ambos fueron entonces arrojados al agua helada; se les sumergió en aceite hirviendo; un elefante les aplastó bajo sus patas. Pero su amor era tan fuerte que la muer¬te no les alcanzaba.
   Pese a sufrir estas y otras torturas durante largo tiempo, el amor de ambos les seguía manteniendo unidos.
   —No te esfuerces, rey Indradyumna —le aconsejó el dios—. El universo entero no es nada comparado con mi amada y todos tus tormentos no harán menguar mi amor por ella. Puedes hacer sufrir a mi cuerpo, pero mi verdadero yo reside en mi mente y ella está totalmente dedicada a Ahalya y a mi amor. Nada podrás contra ella.
   El monarca reconoció en aquel momento la inutilidad de sus esfuerzos y recurrió al sabio Bharat, un asceta que había acumulado muchos poderes tras años de austeridades y penitencias. Le suplicó que lanzase sobre los adúlteros una terrible maldición que les avergonzara y acabara con su pasión.
   Bharat accedió y, como símbolo del deseo que sentía Indra por Ahalya, hizo que aparecieran en el cuerpo de éste mil heridas, que semejaban en un principio las partes íntimas de la mujer.
   Pero inmediatamente, aquellas heridas cambiaron de forma y se convirtieron en mil ojos, que dieron a su poseedor perspicacia y sabiduría.
   —Has malgastado tu poder, ¡oh, poderoso Bharat! —le increpó Indra—. Has llevado a cabo innumerables penitencias durante largos años para conseguir una fuerza que ahora malgastas intentando en vano separarme de mi amada.
   Entonces, Bharat empleó los restos de su fuerza y fulminó a Indra y a Ahalya, destruyendo por completo sus cuerpos.
   Pero los dos amantes renacieron como una pareja de ciervos, llevando una apacible vida en común.
   Cuando los ciervos murieron de vejez, reencarnaron en forma de pájaros. A la muerte de los pájaros, vinieron al mundo como humanos, se encontraron y contrajeron matrimonio.
   Y, desde ese día, debido a la intensidad del amor que sentían el uno por el otro, siguen renaciendo juntos y sus vidas estarán unidas por toda la eternidad.

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