JE ME SOUVIENS, Juan Bonilla

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JUAN BONILLA, Je me souviens, Algaida, Madrid, 2005, 168 páginas.

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En "Me acuerdo de Je me souviens" (pp. 7-16) Juan Bonilla se confiesa coleccionista de ejemplares del libro de Perec, casi siempre editados con páginas en blanco que invitan al lector a proseguir la tarea. "Coleccionando ejemplares de Je me souviens lo que hacía era coleccionar experiencias que me faltaban y repasar o darle vida nueva a las que ya tenía".
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ME ACUERDO DE LA VOZ DE UN MUERTO

   Es fácil engañarse confiando en que los textos que uno escribe se las arreglan para trenzar una cartografía fiel de lo que ha sido su vida, como si esperase que alguien al leerlos pudiera adivinar (o hacerse una idea de) qué clase de hombre es o fue y, leyendo esas páginas, adquiriera la convicción, tenue o nítida, de que ha llegado a conocerle. Pero una vez desaparecido el autor de un texto, nada de lo que fue perdurará en lo escrito —y en esa frase hay otra ingenuidad pomposa, pues no hace falta siquiera desaparecer para que esa presencia   diluida en lo que fue escrito no pase de ser un fantasmal simulacro. Una vez le pregunté a Terenci Moix, del que había leído muchos libros, qué sabía yo de él gracias a esa insistencia mía en su literatura. Me respondió que lo sabía todo, refiriéndose sin duda a que lo fundamental de lo que era había sido depositado en sus libros. Contrariamente creo que si alguien me formulase la misma pregunta no tendría más remedio que responder, acudiendo a una sinceridad tal vez decepcionante: no sabes nada de mí. Pues yo mismo, visitando escritos de años atrás o de ayer mismo, soy incapaz de hallar en ellos el menor rastro de quién pude ser que esté de acuerdo con la imagen de aquel que la memoria pinta conforme voy agrandándola, cuando cometo la imprudencia de sumergirme en el pasado para renovarlo con una nueva mano de pintura que avive sus matices— y por lo tanto de averiarlo para siempre.
   Señalaba Agustín García Calvo, en un precioso texto sobre Rosalía de Castro, cómo uno de los vicios más perniciosos de la crítica literaria consistía en convertir las obras sobre las que reflexionaba en respuestas a una encuesta policial encargada de determinar qué tipo de persona era el que las había escrito. Y sin embargo, en la última estrofa de su emocionado A un poeta futuro, Luis Cernuda nos susurra: "Cuando en días venideros (...) lleve el destino tu mano hacia el volumen donde yazcan olvidados mis versos, yo sé que sentirás mi voz llegarte, no de la letra vieja, mas del fondo vivo en tu entraña.(...) En sus limbos mi alma quizá recuerde algo, y entonces en ti mismo mis sueños y deseos tendrán razón al fin, y habré vivido.” Para García Calvo nada hay de valor en un poema si no logra el texto saltar por encima de quien lo escribió y consigue perder de vista el nombre propio que le dio origen. Para Cernuda, la poesía levanta el testimonio de una existencia (cuyo sentido último radica precisamente en llegar a dar testimonio de sí misma para no ser tragada del todo por las aguas del olvido).
   Sea como fuere, cualquier texto lleva en su revés adherida la voz de un muerto. Leer poemas es practicar la ouija: aquella conversación con los difuntos de la que hablaba Quevedo. Pero ese difunto que hay en los textos que uno ha escrito, no es propiamente ~ lo sabe uno porque cuando lee sus textos, puede que Ia voz sea la suya y se reconozca en ella, pero lo que es, lo que fue su vida, no está transcrita, no puede estarlo, en las palabras de esa voz: la vida como sustancia superior a la que no se le puede poner coto con palabras. ¿Fracaso inevitable del poema? ¿Ambición ilimitada del poeta? Leo a Cernuda en los altillos de la madrugada, y la voz que rebota en las paredes de mi cerebro es suya —o sea, es la voz de la idea que yo me he hecho de Cernuda—, pero lo que dice esa voz es una pálida acuarela comparada con la vida inaprehensible que quedó sin decir, que se escapó como agua entre las manos del poeta, alguien que sólo es capaz de enseñarnos el leve rastro de humedad en las palmas que la sostuvieron.
   La idea de que lo mejor, lo más digno de una criatura que se pasa la vida tratando de dar testimonio de su existencia mediante unos versos, está precisamente en esos versos, es una torpe estrategia para asaltar el rotundo desconsuelo definitivo de la inexistencia: una manera de agarrarse a la certeza de que las vidas no se acaban, de que se prolongan en las palabras que esas vidas generaron y, de alguna manera milagrosa, son capaces de quintaesenciar lo que un día fue una vida. Pero esa certeza no pasa de cómo acabar una necrológica (de ahí que se repita en esos textos el latiguillo~ “pero aunque muriera ayer el hombre, seguirá viviendo en los versos —o en las películas, o en los cuadros, o en los hijos— que creó”). Nada más lejos de la impertinente realidad. Por mucho que Sainte Beuve pusiera en marcha una docta manera de hacer crítica que consistía en estudiar las obras pegándose a sus circunstancias biográficas —una llovizna de anécdotas para explicar el charco de una obra literaria—, lo cierto es que tales circunstancias biográficas acaban perdiendo su peso específico antes o después, y las obras quedan solas enfrentadas al presente, sin que en sus huesos resida más que una leve carga de información biográfica de quienes las compusieron, una carga que apenas habrá de ser tenida en cuenta por quienes las reciben. Terenci Moix pudo decir, en efecto, que quien se asomara a sus novelas, sobre todo a los tres espléndidos tomos de sus memorias, podía asegurar sin temor a equivocarse que lo había conocido, pero eso no pasaba de ser una de sus muchas y entusiasmadas coqueterías: al ahormar una vida para generar una biografía, lo que se consigue es un relato en el que, precisamente, se entierra en literatura lo que un día fue vida, se congela el cuerpo para mantenerlo con apariencia de vida, pero ésta ha huido del único lugar donde puede fraguarse: el presente. Nadie mejor que Lucrecio dijo a lo que nos dedicamos: a ser una espuria ficción para periodistas que no saben generar simulacros. Y eso son las memorias y las biografías por intensas que sean, por bien escritas que estén. Nadie mejor que Eliot formuló una pregunta que impugna la propia tarea de escribir: ¿dónde quedó toda esa vida que hemos gastado precisamente en no vivirla?
   Por eso lee uno cosas propias de hace algún tiempo, que escribió con ánimo de que de alguna manera quedara algo de lo que es en los posos del texto, y advierte que ni se reconoce ni puede esperar que alguien le reconozca en la sustancia que empleó para tratar de decirse. Por eso leer poemas es practicar la ouija, oír la voz de un muerto que, ahí su radiante intensidad, no trata de decirnos nada acerca de sí mismo, porque no está entre sus capacidades hacerlo aunque fuera lo que pretendió en su día, sino acerca de quien se aviene a leerlo, el dueño del presente: lo convierte en un recipiente donde arrojar la derrota —todo poema es un fracaso si se le compara con la experiencia de la que nace— de no haber podido retener en las palmas de las manos más que un leve rastro de humedad, memoria de todo un torrente de agua que acabó fugándose para siempre.

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