TURURÚ...Y OTRAS PORFÍAS, Andrés Trapiello

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ANDRÉS TRAPIELLO, Tururú... y otras porfías, Península, Barcelona, 2001, 172 páginas.

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En el Tiernas estampitas de color sepia (pp. 13-15) Trapiello sostiene que «lo único importante en literatura no es que ésta hable o no de la realidad, sino que salga verdadera». 
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LA ATLÁNTIDA

   Durante la guerra civil española, en la que todos les pedían a los escritores un compromiso con la causa popular, Juan Ramón Jiménez no se cansó de repetir que el único compromiso del escritor era hacia su obra, que tarde o temprano acabaría llegándole al pueblo para su mejor provecho. Y eso era así, porque en una guerra uno ha de dar lo más valioso de sí mismo, el soldado el valor, el político la responsabilidad y la honradez y el poeta, su poesía. No entendía que el político se pusiera a escribir discursos poéticos ni que el soldado quisiera hacer política ni tampoco que el poeta empezara a escribir versos políticos o bélicos.
   Juan Ramón Jiménez se exilió en las primeras semanas de guerra porque su vida corrió serio peligro entre las mismas gentes a las que defendía (abrió incluso con sus propios recursos pisos de acogida para niños sin amparo), siguió escribiendo de rosas, de atardeceres, pájaros, primaveras, estrellas de oro y de todas esas cosas que suelen poner nerviosos a los intelectuales comprometidos y a los políticos, pero lo cierto fue que «pese a todo», o sea, a su fe inquebrantable en la belleza (a la que muchos suponen, no se sabe por qué razón, sin seso, caprichosa, alocada, como una putilla de las que salen por la noche a hacer la ronda), «pese a todo», Juan Ramón nunca quiso volver a la España de aquellos que atacaron con las armas la ética y la estética al mismo tiempo, suprimiéndolas, o intentándolo al menos, de la vida española.
   Cada vez que estalla una nueva guerra deberíamos acordarnos del consejo juanramoniano: política, pero en las rosas.
   La poesía de Juan Ramón, sus rosas puras y renovadas, sus atardeceres únicos, dorados, irrepetibles, los más dulces pájaros, todas las primaveras y todas sus estrellas de oro fueron represaliadas de forma despiadada durante años, una vez más por nuevos intelectuales comprometidos que llegaron incluso a mofarse de aquella superioridad natural suya y a atacarle por donde menos se podía pensar: llamándole señorito de pueblo, a él, loco, pobre y errante durante los últimos veinte años de su vida, los peores, los de la vejez, la enfermedad, la soledad y la muerte.
   Las imágenes de kosovares, locos, pobres y errantes como el propio Juan Ramón se multiplican y acumulan. Vienen acompañadas ya de un sordo zumbido, de un siniestro aleo, quién sabe si de las brujas de Macbeth o de moscas obstinadas y sepulcrales, aquellas de las que decía precisamente Shakespeare que su mayor obscenidad hacía que llegasen a este mundo copulando. Los únicos que pueden decir, pues, si esta guerra es o no justa serían todos aquellos en los que más se ha ensañado. Lo preguntaban las lágrimas de aquel viejo que acababa de perder su casa, su país y a sus cinco hijos: «Nos echaron a la fuerza. Sólo volveremos a la fuerza. Si nos quitan la guerra, ¿qué nos queda?».
   A ellos, sí, les queda aún lo más amargo de una guerra, recuerdos y ausencias. Podrían repetir como el poeta Vallejo: Kosovo, aparta de mí este cáliz, pero saben que lo deberán apurar. A nosotros también nos ayudan algunas cosas de valor, junto a lo doloroso de las imágenes: del propio Juan Ramón nos ha llegado un libro hermosísimo, sus últimos poemas, Lírica de una Atlántida, editada hace unos días por el Círculo de Lectores tal y como a él le hubiera gustado, tanto como le gustaban los libros bien hechos. Con eso estuvo él comprometido, y así nos llega ahora, cincuenta años después, una Atlántida emergente, casi una Arcadia, patria también de esos pobres kosovares que tanto se parecen a nuestros padres en 1936 y en 1939, y que esperan de cada uno de nosotros lo mejor nuestro, las rosas o el valor, y no otra cosa, y hoy esta Atlántida en la que todos viviremos un día.

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