LA BREVEDAD ES UNA CATARINA ANARANJADA, Guillermo Samperio

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GUILLERMO SAMPERIO, La brevedad es una catarina anaranjada, Lectorum, Ciudad de México, 2004, 138 páginas.
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PLAGAS

   Hay tres tipos de plagas terribles que azotan los hogares de la moderna ciudad de México: las cucarachas, las ratas y los ganchos. El combate del hombre contra las dos primeras ha permitido el desarrollo insólito de la investigación en las industrias farmacobiólogas, bioenergéticas y termoinsectógenas, produciendo así venenos y sustancias atroces que, si bien han tendido a fracasar, por lo menos alejan y mantienen en la raya del mágico gis chino a tales plagas. Para la tercera, no hay veneno ni conjuro posible. 
   Sin que los de casa sepan cómo fue —no saben decirlo—, pronto las habitaciones están plagadas de ganchos; aparecen en los sitios menos esperados y se apiñan en sus espacios preferidos: roperos, clósetes y cuartos de servicio —o entremezclados con la ropa recién lavada—. Pero desde esos sitios, silenciosamente, se van desplazando con alámbrica estrategia y se ocultan debajo de la cama —junto a un viejo calcetín enmurruñado o la envoltura de un medicamento—, atrás de los muebles, en el bote o cesto de la ropa sucia, en la caja de juguetes de los niños. Se atoran en las cortinas, jalan suéteres, ensartan calcetines, rompen medias. 
   Además, los ganchos se aprovechan, pues la misma propiedad de convertirse en incómodos seres animados e hipócritas, hace que los de casa contraigan un infantil sentimiento de culpa cuando, durante los días de asueto, tratan de llevar a cabo una postergada batida contra ellos. A veces, después de haber sido en apariencia desterrados, se les echa de menos y entonces se acomodan, de forma culpígena, dos o tres camisas en un mismo gancho. La curva gracias a la cual pueden colgarse de un tubo, mecate o clavos, los convierte en graciosos y serviciales, como que estuvieran ahorcados pero vivos; siempre circunspectos en sus justos y determinantes hombros, más firmes y soberbios que los hombros de algunos hombres. Con su cabeza de gancho —aunque en ocasiones se retuerza un poco— semejan un ganso metálico, la abstracta escultura de un guajolote cabizbajo, o el gesto de un hombre delgado y abatido. Una raya melancólica de fierro o de palo los atraviesa de hombro a hombro, como si fuera su único sostén en la vida. 
   Sin embargo, los de casa no se dejan engañar finalmente; los persiguen, los rastrean, los detectan, de abajo a arriba, de norte a sur, los barren, los van apilando —arrumbamiento escultórico—, los atan sin consideraciones especiales a todos juntitos y los expulsan con determinación. Por lo menos, para ese día la casa ha quedado limpia de una plaga. La señora se sienta a descansar un poco y se engancha una nalga con uno de esos seres mustios y circunspectos, que azotarán el México actual mientras la tecnología no dicte otra cosa. Cuando la señora de la casa platique con la vecina, no faltará quizá una exclamación dilapidatoria: "No hay mayor estupidez humana que un fierro inútil", refiriéndose al pícaro artefacto que la pinchó. La vecina le responderá algo así como:"Pobres, sirven para abrir las puertas de los carros o para destapar el fregadero... "Y empezará una discusión de vecindario en contra y a favor de la peor plaga de los hogares mexicanos, que puede terminar con azotones de vasos y muecas faciales ofensivas. Tal vez, durante un par de días las mujeres no se dirijan la palabra. 

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