HORAS EN UNA BIBLIOTECA, Virginia Woolf

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VIRGINIA WOOLF, Horas en una biblioteca, El Aleph, Barcelona, 2005, 286 páginas.

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JANE AUSTEN Y LOS CISNES

   De todos los escritores que han sido, Jane Austen, convendría tenerlo presente, es la que menos motivos de queja tiene con la crítica. Sus principales admiradores siempre han sido los que escriben novelas además de ser críticos, y desde los tiempos de Walter Scott hasta los tiempos de George Moore ha recibido toda clase de elogios, siempre con una distinción poco corriente.
   Convendría tenerlo presente. Deberíamos haberlo supuesto. Sin embargo, el libro de la señorita Austen-Leigh nos demuestra que habríamos pecado de optimistas y habríamos sido confiados en exceso. Nunca habíamos tenido ante nosotros prueba incontestable de la incorregible estupidez de los críticos. Desde que Jane Austen se hizo famosa, los críticos no han hecho sino mascullar inanidades a coro. No le gustaban los perros, no tenía ningún aprecio por los niños; Inglaterra le daba lo mismo; era indiferente a cualquier asunto público; no tenía erudición, no había leído apenas; no era una mujer de religión; era alternativamente fría y áspera; no conocía a nadie fuera de su círculo familiar; extraía su pesimismo sobre la vida familiar por haber observado a fondo las diferencias existentes entre su padre y su madre. La señorita Austen-Leigh, cuya piedad es natural y comprensible, aun cuando sus desvelos a la fuerza han de parecernos excesivos, se halla persuadida de que existe algún «malentendido» en torno a Jane Austen, y se ha propuesto deshacer el entuerto tomando uno por uno a todos esos cisnes de engañoso plumaje para retorcerles el pescuezo. Alguien, debidamente resguardado en el anonimato y preciso es suponer que bastante fantasioso, ha manifestado su opinión de que Jane Austen no reunía las condiciones necesarias para escribir acerca de la nobleza rural inglesa. Lo cierto, dice la señorita Austen-Leigh, es que por parte de padre descendía de los Austen, que surgieron, «como tantas otras familias de rancio abolengo, del poderoso clan de los sastres»; por parte de su madre descendía de Leigh de Addlestrop, quienes recibieron en su casa solariega al rey Carlos. Por si fuera poco, ella misma asistía a los bailes de buen tono. Se movía a sus anchas en la buena sociedad. «Jane Austen estaba en todos los sentidos muy bien preparada para escribir sobre la vida y los sentimientos de la nobleza rural inglesa». Con esa conclusión estamos plenamente de acuerdo. Con todo, el hecho de que una esté bien preparada para escribir acerca de una determinada clase social, podría aducirse como prueba concluyente para demostrar que no está bien preparada para escribir acerca de otra. Tan profunda observación hay que acreditársela a otro cisne, o ganso, no menos anónimo que el primero. No: con toda sinceridad, la señorita Austen-Leigh también consigue acallarlo. Jane Austen, nos asegura, ha dispuesto de oportunidades de conocer la vida en toda su amplitud mucho mayores de lo que suele ser habitual en el caso de cualquier hija de clérigo. Un tío político suyo residió en la India y fue amigo de Warren Hastings. Sin duda tuvo que escribirles para hablarles tanto del juicio como del clima. Un primo carnal se casó con una noble francesa que fue guillotinada. Sin duda tuvo algo que decir sobre París y la Revolución. Uno de sus hermanos realizó el Grand Tour, y dos estuvieron en la Marina. Es, por lo tanto, innegable que Jane Austen pudo «complacerse en sus románticos caprichos poniendo la India o Francia por telón de fondo», pero no es menos innegable que Jane Austen jamás hizo tal cosa. En cambio, es difícil negar que, de haber sido no solo Jane Austen, sino también Lord Byron y el Capitán Marryat, sus obras habrían poseído méritos que, tal como son las cosas, en verdad no podemos decir que se encuentren en ellas.
   Dejando a un lado estas exaltadas regiones de la crítica literaria, los reseñistas vituperan ahora su carácter. Era fría, dicen, y «daba la espalda a todo lo que fuera triste, desagradable o doloroso». De esto es sencillo dar cuenta. Los archivos familiares contienen sobradas pruebas de que cuidó a una prima cuando tuvo el sarampión, y «cuidó a su hermano Henry, en Londres, de una enfermedad que por poco le cuesta la vida». Según las mismas fuentes, es igual de fácil dar cuenta y descartar de plano la malévola afirmación de que era la hija analfabeta de un padre analfabeto. Cuando el reverendo George Austen dejó su casa en Steventon, vendió quinientos libros. El número que sin duda conservó es más que suficiente para demostrar que Jane Austen era una mujer leída. En cuanto a la calumnia de que su vida familiar fue un cúmulo de desdichas, bastará con citar las palabras de un primo que tenía por costumbre pasar temporadas en casa de los Austen. «Cuando me hallo en esta sociedad liberal, siempre me vienen a la memoria la sencillez, la hospitalidad y el buen gusto que por lo común prevalecen en distintas familias residentes en los deliciosos valles de Suiza». El crítico maligno y machacón de turno aún insiste en que Jane Austen era una mujer carente de moralidad. Desde luego, es una acusación difícil de rebatir. No bastará con citar su propia declaración: «Me gustan muchísimo los sermones de Sherlock». El testimonio del arzobispo Whately no nos convence. Tampoco podemos suscribir personalmente la opinión de la señorita Austen-Leigh, según la cual en todas sus obras «salta a la vista una línea de pensamiento, un motivo de elegancia, una cualidad positiva, una necesidad. Se llama Arrepentimiento». La verdad se nos antoja bastantísimo más complicada.
   Si la señorita Austen-Leigh no arroja demasiada luz sobre ese problema, hace en cambio algo por lo que es preciso estarle agradecidos. Da a la imprenta algunas notas que tomó Jane a los doce o trece años de edad en los márgenes de la Historia de Inglaterra de Goldsmith. Son ligeras y son infantiles, no sirven de gran cosa, diríamos, para refutar a los críticos que sostienen que carecía de emociones, de sentimientos, de pasiones. «Mi querido señor G., llevo en este mundo tiempo suficiente para saber que siempre ha sido así». Enmienda la plana al autor con verdadera gracia. «¡Oh, oh! ¡Malvados!», exclama en contra de los puritanos. «Querido Balmerino, no sabría expresar cuánto lo siento por ti», anota cuando llega la ejecución de Balmerino. En esas notas no hay nada más que eso. Oír a Jane Austen decir cosas sin sustancia con su voz natural, cuando los críticos han debatido largo y tendido si era una dama, si decía la verdad, si sabía leer, si tenía alguna experiencia personal en la caza del zorro, es sumamente descorazonador. Recordamos que Jane Austen escribió novelas. Tal vez a sus críticos les sentara bien dedicar un rato a leerlas.

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