EDMUNDO VALADÉS, Las dualidades funestas, Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1966, 126 páginas.
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ROCK
Y ellos ¡qué saben, qué van a saber! Me voy por ahí, por la vida, por las calles, por cualquier parte, ya todo a destiempo, ya tarde, ya jodido, amargo bien cerrado, sin dejar que nadie pueda llegar a mí. Puros cabrones, pura gente remota a quien importa un carajo lo que me traigo dentro. Con un dolor muy mío, muy sobre mí; con todas mis cosas, buenas y malas, quizás más malas. ¿Quién tiene la culpa? ¡Ah!, ¿quién jijos la tiene? Me rompieron la madre. Bien me lo sé yo, cuando no hay manera de arreglar nada, ni aunque me ponga a llorar, con los labios cerrados y el grito que me hierve en la garganta, atorado allí, sin poder disolverlo. Ando lleno de esta caliente furia que me revienta la cabeza: pura rabia, puro rencor para golpearme y para tratar de golpear a los demás, así los necesite, así me hagan falta. No puedo hacerme el tonto: dizque buscando algo para olvidar, pendejo, haciéndome ilusiones. Me da lástima, no puedo quererla, no me sale, no hay modo. Buena gente, creyéndose de mis palabras sin saber que estoy hecho trizas, que tendría que recogerme de aquí y de allá, juntarme, unir trozo a trozo y aplastar la memoria. Veo a los demás muy contentos, muy satisfechos, muy con lo suyo, viviendo sus vidas como si nada pasara. Y me caen mal, me irritan, me molestan. Van por la calle, caminan como si fueran dueños de algo, como si tuvieran la paz de que carezco. Y ellas… Enseñando hasta lo que no tienen, hasta lo que Dios les dio para que ocultaran. Poniéndolos en brama, con las chichis casi de fuera y moviendo las nalgas. Sí, provocando a esos jijos, para que paguen justas por pecadoras. Ni hacia dónde ir, así la ciudad parezca tan grande. ¿Dónde me meto, si todo esto es puro vacío, si no hay más que mi desgraciado coraje y el darle vuelta y vuelta a las cosas, sin poder alejarme de ellas? Estas pinches ganas de llorar aquí, a la vista de todos, pues ellos qué saben, qué van a saber que me rompieron la madre.
Me la rompieron. Entré por la callecita. La busqué solitaria y con menos luz, tras un sitio discreto donde poder darle el beso ansiado. Me detuve junto a un solar vacío, con unas cuantas casas enfrente, rodeadas de silencio. Acomodé el carro, librándolo de que le cayera la tenue luz del farol cercano, puse el freno, dejé encendido el radio, tocaban el tema de La dulce vida, y me volví hacia ella, con una emoción infinita, bienhechora. Supe diáfanamente cómo me gustaba con esa su sedante ternura, con esa su suave y tranquila actitud y cómo en sus ojos y en sus labios, en la expresión de su rostro tomaba forma lo más deseado para mí en el mundo. Ella estaba compartiendo lo que empezaba a suceder, lo que ya presentíamos a través de intensas miradas, lo que nos habían expresado implorantes estrechamientos de manos, con temblor de palabras alucinadas y nerviosas, en un despertar indolente, imprevisto y ya fiebre ardorosa, urgente llamado mutuo que se nos salía por los poros. La atraje hacia mí, la enlacé, ávido de su boca, de sus labios, y nos besamos en irresistible entrega, en cesión total al beso que derrumba la vergüenza y germina el deseo original y avasallador, embargando de felices calosfríos. Ella era en mi abrazo un rumor palpitante de carne, rendida, dócil, cálida, que yo extenuaba en amoroso y tenaz apretón de todo mi ser y capaz de anticiparme el prodigio de una posesión que abarcaba, con su sexo, a toda ella, a su invariable enigma de mujer, a sus más recónditos misterios y entrañas, a ese mundo sorprendente y tibio que era ya mi universo, a sus voces íntimas, a su vida entera, a su alma, a su pasado, a su niñez, a sus sueños de virgen, a su carne en flor, a sus pensamientos, en delicioso afán de apropiármela íntegra y fundirla a mi cuerpo y a mi vida para siempre.
Y entonces surgieron ellos, caídos de quién sabe dónde y el ruido de las portezuelas que eran abiertas me desprendió del beso, indagando qué pasaba y empecé a ver sus súbitas cabezas multiplicadas y los rostros ansiosos, crueles, ambiguos, duros, estúpidos, impiadosos, increíblemente extraños, ganándome anhelante alarma, temor, desesperación por defenderme, por defenderla, pidiéndoles que se fueran, que nos dejaran, por favor, ¿qué es esto?, ¡qué pasa!, no sean infames, ¡canallas!, ¡malditos!...
Ya me jalaban y la jalaban a ella, sin misericordia, con prisa, con rudeza, irrefrenables, aviesos, los primeros golpes, me arrastraban, ella gritaba revolviéndose, los muslos al descubierto, las ropas siendo arrancadas, manos innobles, más golpes, forcejeos impotentes, un ojo cerrado, luces intensas, voces sordas (¡qué buenas tetas tiene!), jadeos, las estrellas en mis ojos (¡espérate! yo primero, luego tú sigues), gemidos de pudor, patadas, sangre en mi boca, estaba en el suelo, ellos parecían gigantes inicuos, brazos, zumbidos (¡agárrala bien! ¡deténle esa pierna!), la oreja agrandada, un grito atrozmente angustioso, yo sin fuerzas, yéndome de ellos, volando, cayendo, imprecisos dolores, una música lejana, encima chamarras negras y zapatos, zapatos, como seres informes, malignos, con vida, tan monstruosos como implacables, uno tras otro, una y otra vez sobre mí, sobre mí…