SIETE CUENTOS FONTERIZOS, Georges Moustaki
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GEORGES MOUSTAKI, Siete cuentos fronterizos, Belacqua, Barcelona, 2007, 76 páginas.
LOS INVASORES
En un pequeño pueblo, corre la voz sobre la llegada inminente de una tropa de invasores.
Primero es un rumor que alimenta todo tipo de fantasías. Después, una probabilidad que siembra el miedo y el pánico. Finalmente, se convierte en una certeza que obliga a adoptar una actitud al respecto.
Ante esta temible perspectiva, la población decide unirse y poner en común todo aquello que ataña a los intereses colectivos. Se revela todo lo que siempre se había disimulado, callado.
Una faceta inesperada de la vida del pueblo sale a la luz. Las lenguas se sueltan, las cuentas se arreglan, el miedo muestra el verdadero rostro de la gente. Todos se acusan, se confiesan, se denuncian...
Se fustiga a los valientes por su arrogante intransigencia de peligrosos matamoros. Los ricos son conminados a ofrecer su fortuna a los invasores para intentar ablandarlos. Los pobres, que no tienen nada que perder, se resignan a esta unión sagrada con el presentimiento de que harán, una vez más, de chivos expiatorios.
Las mujeres de los notables deciden, por su parte, reunirse en el salón de Leila.
«No debemos dejar que los hombres lo decidan todo» es la consigna de este encuentro. Incluso han invitado a mujeres de extracción social modesta para que hagan bulto y para implicarlas en una estrategia alternativa.
—Nuestros maridos y nuestros hijos sólo hablan de luchar o de someterse. Nosotras venceremos gracias al poder de nuestros encantos. Éstos serán nuestra principal arma, un arma invencible. Además, quizá los invasores son muchachos apuestos —añade Leila con una sonrisa de oreja a oreja.
De un día para el otro, el contingente femenino se vuelca en una competición de elegancia, a ver quién da con el mejor vestido. El pueblo entero exhala un perfume de almizcle, de azahar, de jazmín. Los velos son arrojados a un rincón y las expresiones se vuelven seductoras, incitantes.
Los hombres ven con malos ojos esta inesperada emancipación que viene a sumarse a sus preocupaciones.
Las escenas de limpieza se reproducen por doquier, acrecentando la tensión general.
El pueblo está en pleno descalabro cuando un niño llega jadeando a la plaza del mercado:
—¡Los invasores no vienen! Han tomado el camino del norte!
Todos se miran entre si con desprecio, desconfianza y cólera. El frente unido ante el invasor se desmorona. El rencor se une al alivio. Los ricos retoman su superioridad, satisfechos de no tener que pagar ningún tributo al ocupante. Decepcionado, el clan de botafuegos hace un desfile para exhibir sus armas inutilizadas, inútiles para siempre. Los pobres saben que para ellos aquello no cambiará nada. Las mujeres guardan con desgana sus perfumes, su ropa interior, sus fantasías.
Solamente una pandilla de chiquillos, responsables de lo que no fue más que una inocentada, se carcajean a escondidas al descubrir los descarríos del mundo de los adultos.
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Robert Solé en el Prefacio (pp. 7-10) exclama: «Menos mal que los sueños existen y que Georges Moustaki está aquí para contárnoslos.»
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LOS INVASORES
En un pequeño pueblo, corre la voz sobre la llegada inminente de una tropa de invasores.
Primero es un rumor que alimenta todo tipo de fantasías. Después, una probabilidad que siembra el miedo y el pánico. Finalmente, se convierte en una certeza que obliga a adoptar una actitud al respecto.
Ante esta temible perspectiva, la población decide unirse y poner en común todo aquello que ataña a los intereses colectivos. Se revela todo lo que siempre se había disimulado, callado.
Una faceta inesperada de la vida del pueblo sale a la luz. Las lenguas se sueltan, las cuentas se arreglan, el miedo muestra el verdadero rostro de la gente. Todos se acusan, se confiesan, se denuncian...
Se fustiga a los valientes por su arrogante intransigencia de peligrosos matamoros. Los ricos son conminados a ofrecer su fortuna a los invasores para intentar ablandarlos. Los pobres, que no tienen nada que perder, se resignan a esta unión sagrada con el presentimiento de que harán, una vez más, de chivos expiatorios.
Las mujeres de los notables deciden, por su parte, reunirse en el salón de Leila.
«No debemos dejar que los hombres lo decidan todo» es la consigna de este encuentro. Incluso han invitado a mujeres de extracción social modesta para que hagan bulto y para implicarlas en una estrategia alternativa.
—Nuestros maridos y nuestros hijos sólo hablan de luchar o de someterse. Nosotras venceremos gracias al poder de nuestros encantos. Éstos serán nuestra principal arma, un arma invencible. Además, quizá los invasores son muchachos apuestos —añade Leila con una sonrisa de oreja a oreja.
De un día para el otro, el contingente femenino se vuelca en una competición de elegancia, a ver quién da con el mejor vestido. El pueblo entero exhala un perfume de almizcle, de azahar, de jazmín. Los velos son arrojados a un rincón y las expresiones se vuelven seductoras, incitantes.
Los hombres ven con malos ojos esta inesperada emancipación que viene a sumarse a sus preocupaciones.
Las escenas de limpieza se reproducen por doquier, acrecentando la tensión general.
El pueblo está en pleno descalabro cuando un niño llega jadeando a la plaza del mercado:
—¡Los invasores no vienen! Han tomado el camino del norte!
Todos se miran entre si con desprecio, desconfianza y cólera. El frente unido ante el invasor se desmorona. El rencor se une al alivio. Los ricos retoman su superioridad, satisfechos de no tener que pagar ningún tributo al ocupante. Decepcionado, el clan de botafuegos hace un desfile para exhibir sus armas inutilizadas, inútiles para siempre. Los pobres saben que para ellos aquello no cambiará nada. Las mujeres guardan con desgana sus perfumes, su ropa interior, sus fantasías.
Solamente una pandilla de chiquillos, responsables de lo que no fue más que una inocentada, se carcajean a escondidas al descubrir los descarríos del mundo de los adultos.
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