VIVIR EN LOS CAFÉS, Ovidio Paredes
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OVIDIO PAREDES, Vivir en los cafés, Trabe, Oviedo, 2013, 204 páginas.
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Laura Freixas aporta en el Prólogo (pp. 11-14) la clave: "Vivir en los cafés es más que un libro: es una presencia amiga, que nos acompaña, que vive y reflexiona, que disfruta del arte y que recuerda con nosotros".
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EN OTRO MUNDO
La adolescencia de ese chico diferente al que no le interesan la mayoría de las cosas que le interesan a sus compañeros de colegio tiene su lado bueno. Visto con la perspectiva del tiempo transcurrido, es algo que no puede negarse. Las películas, las músicas, los libros, las obras de teatro... Los primeros descubrimientos. Eran los años ochenta, los legendarios años ochenta, cuando yo pasaba por todo eso. En las grandes ciudades, las cosas estaban cambiando. O eso parecía, según podíamos leer en periódicos y revistas. El País y El Europeo, entre otras, eran publicaciones de las que aquel adolescente se empapaba. Almodóvar, sobre muchos otros, en cine. Recuerdo, en el año 87, cuando se estrenó La ley del deseo en los desaparecidos cines Brooklyn de esta ciudad a varias personas abandonando la sala escandalizadas, maldiciendo por lo bajo. A mí, entonces como ahora, me parecía una gran película, de las mejores de Pedro. La historia de amor era tan tremenda y conmovedora como la canción de Los Panchos que sonaba casi al final. Y Eusebio Poncela y Antonio Banderas estaban soberbios y Carmen Maura, por decirlo en dos palabras, sencillamente espectacular. Los autores que empezaban a sonar a principios de aquella época: Antonio Muñoz Molina, Adelaida García Morales, Javier Marías, Soledad Puértolas... A ella, a Soledad Puértolas, se parecía un poco físicamente una de las cantantes que más me gustaban por entonces. Cristina Lliso, del grupo Esclarecidos. La melancolía de su voz, la elegancia de sus movimientos, de las letras que cantaba. Era la banda sonora de aquella habitación, la de la casa de mis padres, donde entonces vivía. No me cansaba de escuchar sus canciones, una y otra vez. A veces, incluso, sonaban de fondo mientras escribía algún relato, alguna historia, algún poema que acabaría en el fondo de la papelera. Era una música diferente, con cierto aire francés. Un poco, sí, como también era la prosa de la Puértolas. Aquellas historias que no se parecían a otras historias. Aquellas músicas que tampoco se parecían a otras músicas. Estos días he vuelto a recordar aquellos tiempos, aquellas noches creativas en la penumbra de mi habitación. Las noches eran largas y creativas en aquella habitación. Los juegos de los otros adolescentes no me interesaban. Sus aficiones, tampoco. Mi mundo, que quizá era de otro mundo, estaba allí, en aquella habitación, en aquellas músicas, en aquellas páginas de buena literatura. También en las películas que veía cuando salía de aquella habitación, en los cines de esta ciudad y de Gijón. El futuro estaba por llegar. Tenía una cosa clara, muy clara, tan clara como la sigo teniendo ahora: quería escribir. Y escribía. Lo demás estaba por llegar. Ya llegaría. A mí, estaba convencido, me iba a pillar allí, escribiendo mis historias. Con aquellos libros que amaba (y que sigo amando) bien cerca. Con aquellas músicas, también. Gentes que tenían historias diferentes que contar y a la que yo admiraba profundamente. Años después de todo eso, cuando conocí a quien hoy comparte mi vida desde hace seis años, hice la maleta y dejé la casa de mis padres, En ella, en aquella maleta, casi antes que la ropa o cualquier otro utensilio de necesidad, metí todas aquellas películas, aquellos libros, aquellos discos. Una parte de mi vida que se venía conmigo, que sigue conmigo en esta casa. Ahí, al alcance de mi mano, de mi vista, representando un pasado y un futuro. Lo que fui y lo que seré. Lo que, a día de hoy, pasados los cuarenta años, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva, soy.
La adolescencia de ese chico diferente al que no le interesan la mayoría de las cosas que le interesan a sus compañeros de colegio tiene su lado bueno. Visto con la perspectiva del tiempo transcurrido, es algo que no puede negarse. Las películas, las músicas, los libros, las obras de teatro... Los primeros descubrimientos. Eran los años ochenta, los legendarios años ochenta, cuando yo pasaba por todo eso. En las grandes ciudades, las cosas estaban cambiando. O eso parecía, según podíamos leer en periódicos y revistas. El País y El Europeo, entre otras, eran publicaciones de las que aquel adolescente se empapaba. Almodóvar, sobre muchos otros, en cine. Recuerdo, en el año 87, cuando se estrenó La ley del deseo en los desaparecidos cines Brooklyn de esta ciudad a varias personas abandonando la sala escandalizadas, maldiciendo por lo bajo. A mí, entonces como ahora, me parecía una gran película, de las mejores de Pedro. La historia de amor era tan tremenda y conmovedora como la canción de Los Panchos que sonaba casi al final. Y Eusebio Poncela y Antonio Banderas estaban soberbios y Carmen Maura, por decirlo en dos palabras, sencillamente espectacular. Los autores que empezaban a sonar a principios de aquella época: Antonio Muñoz Molina, Adelaida García Morales, Javier Marías, Soledad Puértolas... A ella, a Soledad Puértolas, se parecía un poco físicamente una de las cantantes que más me gustaban por entonces. Cristina Lliso, del grupo Esclarecidos. La melancolía de su voz, la elegancia de sus movimientos, de las letras que cantaba. Era la banda sonora de aquella habitación, la de la casa de mis padres, donde entonces vivía. No me cansaba de escuchar sus canciones, una y otra vez. A veces, incluso, sonaban de fondo mientras escribía algún relato, alguna historia, algún poema que acabaría en el fondo de la papelera. Era una música diferente, con cierto aire francés. Un poco, sí, como también era la prosa de la Puértolas. Aquellas historias que no se parecían a otras historias. Aquellas músicas que tampoco se parecían a otras músicas. Estos días he vuelto a recordar aquellos tiempos, aquellas noches creativas en la penumbra de mi habitación. Las noches eran largas y creativas en aquella habitación. Los juegos de los otros adolescentes no me interesaban. Sus aficiones, tampoco. Mi mundo, que quizá era de otro mundo, estaba allí, en aquella habitación, en aquellas músicas, en aquellas páginas de buena literatura. También en las películas que veía cuando salía de aquella habitación, en los cines de esta ciudad y de Gijón. El futuro estaba por llegar. Tenía una cosa clara, muy clara, tan clara como la sigo teniendo ahora: quería escribir. Y escribía. Lo demás estaba por llegar. Ya llegaría. A mí, estaba convencido, me iba a pillar allí, escribiendo mis historias. Con aquellos libros que amaba (y que sigo amando) bien cerca. Con aquellas músicas, también. Gentes que tenían historias diferentes que contar y a la que yo admiraba profundamente. Años después de todo eso, cuando conocí a quien hoy comparte mi vida desde hace seis años, hice la maleta y dejé la casa de mis padres, En ella, en aquella maleta, casi antes que la ropa o cualquier otro utensilio de necesidad, metí todas aquellas películas, aquellos libros, aquellos discos. Una parte de mi vida que se venía conmigo, que sigue conmigo en esta casa. Ahí, al alcance de mi mano, de mi vista, representando un pasado y un futuro. Lo que fui y lo que seré. Lo que, a día de hoy, pasados los cuarenta años, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva, soy.
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