EL ESPEJO DE LAS IDEAS, Michel Tournier

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MICHEL TOURNIER, El espejo de las ideas, Acantilado, Barcelona, 2001, 240 páginas.

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En la introducción el autor desvela su proyecto: presentar, siguiendo un esquema binario, cien conceptos clave para entender el pensamiento humano.
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LA PALABRA Y LA ESCRITURA

   El hombre que escribe es un solitario que se dirige a un lector solitario, tanto si escribe una carta de amor como si compone una novela de aventuras. Por el contrario, el hombre que habla necesita de un oyente, pues la palabra solitaria es palabra de loco. El orador político quiere un público multitudina­rio, el predicador religioso una parroquia recogida, el cuentista una asamblea aldeana reunida junto a la chimenea, el hombre que reza el inmenso e invisible oído de Dios.
   La palabra recorre un espacio corto y se borra al instante, mientras que la escritura viaja a través del tiempo y del espacio. Es que la palabra está viva, mientras que la escritura está muerta. La escritura no puede prescindir de la palabra para ser vivifica­da. En la Antigüedad, sólo se leía en voz alta, de manera que un hombre afónico no podía abrir un li­bro. Así, el primer estadio del aprendizaje de la lec­tura es la lectura en voz alta. La lectura muda—o mental o interiorizada—corresponde a un segundo estadio.
   La palabra es lo primero. Dios creó el mundo al nombrarlo. Es el Verbo creador. La escritura, que apareció muchos milenios después, se desprende de la palabra y tiene necesidad de ella para que la irri­gue. Toda la historia de la literatura está hecha de retornos de la escritura a ese manantial vivo y vivifi­cante que es el lenguaje hablado. Un gran autor es aquel cuya voz reconocemos en cuanto abrimos un libro suyo. Ha conseguido fundir habla y escritura. Es cierto que existe el peligro de que la escritura se haga demasiado tributaria del habla. La escritura excesivamente «hablada» corre el peligro de dislo­carse, tal como un camino inundado de agua deja de ser transitable. Precisemos que cuando Flaubert de­clamaba en voz alta sus bosquejos en el «aulladero», no pretendía irrigar su escritura con el habla, sino, como mucho, limar de su texto todas las asperezas que pudieran dificultar su pronunciación. Pues po­cas prosas hay tan alejadas del habla como la de Flaubert. La voz de Flaubert hay que buscarla más bien en su correspondencia, y por eso algunos la si­túan por encima de sus novelas.
   Los sermones de los grandes predicadores cuyo texto conservamos nos plantean un problema muy interesante: ¿En qué medida esos sermones eran improvisados—como exigiría la auténtica elocuen­cia—y los textos correspondientes no fueron redac­tados de memoria, con posterioridad, y por tanto «en frío»? La cuestión se plantea de manera muy es­pecial en el caso de Bossuet.

Cita:

La palabra humana está a medio camino entre el mu­tismo de los animales y el silencio de Dios.

LOUIS LAVELLE

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