PEQUEÑO TRATADO DE LA FELICIDAD, Henri Brunel
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«...UND TROTZDEM BLÜHEN DIE ROSEN...» [«...y a pesar de todo florecen las rosas...»]
Tenía yo once años, estábamos, creo, en julio de 1940. Por mi pueblo de Sologne, la guerra había pasado como una tempestad primaveral. Habíamos reanudado nuestra sencilla vida ordinaria. De todo aquello sólo nos quedaba un sordo malestar, «el buen mariscal Pétain» y dos o tres soldados alemanes.
Como todos los veranos, yo galopaba por los campos con Bébert, Marcel, el hijo del almadreñero y mi hermana menor, de ocho años, que corría detrás con el delantal al viento. Durante un juego, o buscando moras, me extravié y di de pronto, en el recodo de un bosque, con una casita abandonada. Me acerqué prudentemente, empujé una puerta mal cerrada y me encontré de narices con... ¡un soldado alemán!
Mi corazón palpitaba enloquecido pero, en aquel tiempo, hacía yo profesión de valor, como todos los muchachuelos; y avancé, bravucón. Estaba sentado en el enlosado, en medio de una estancia vacía, con la guerrera desabrochada, nadaba en un océano de libros, contemplándolos tristemente.
Era un espectáculo extraño ver así a uno de esos feroces y míticos guerreros apeado de su carro, sin fusil, sin cinturón. Yo estaba tan desconcertado que dije en voz alta las únicas tres palabras alemanas que sabía: «Sprechen Sie deutsch? » (¿Habla usted alemán?).
Me miró, pronunció unas palabras incomprensibles y me tendió un librito de cubiertas blancas. Retrocedí, asustado. Pero insistió, lo tomé y puse pies en polvorosa.
He conservado ese libro, nunca he hablado a nadie de él. Fue un pesado secreto, durante aquellos años de infancia y de odio, poseer esos poemas y pensar en aquel soldado alemán.
Tenía yo once años, estábamos, creo, en julio de 1940. Por mi pueblo de Sologne, la guerra había pasado como una tempestad primaveral. Habíamos reanudado nuestra sencilla vida ordinaria. De todo aquello sólo nos quedaba un sordo malestar, «el buen mariscal Pétain» y dos o tres soldados alemanes.
Como todos los veranos, yo galopaba por los campos con Bébert, Marcel, el hijo del almadreñero y mi hermana menor, de ocho años, que corría detrás con el delantal al viento. Durante un juego, o buscando moras, me extravié y di de pronto, en el recodo de un bosque, con una casita abandonada. Me acerqué prudentemente, empujé una puerta mal cerrada y me encontré de narices con... ¡un soldado alemán!
Mi corazón palpitaba enloquecido pero, en aquel tiempo, hacía yo profesión de valor, como todos los muchachuelos; y avancé, bravucón. Estaba sentado en el enlosado, en medio de una estancia vacía, con la guerrera desabrochada, nadaba en un océano de libros, contemplándolos tristemente.
Era un espectáculo extraño ver así a uno de esos feroces y míticos guerreros apeado de su carro, sin fusil, sin cinturón. Yo estaba tan desconcertado que dije en voz alta las únicas tres palabras alemanas que sabía: «Sprechen Sie deutsch? » (¿Habla usted alemán?).
Me miró, pronunció unas palabras incomprensibles y me tendió un librito de cubiertas blancas. Retrocedí, asustado. Pero insistió, lo tomé y puse pies en polvorosa.
He conservado ese libro, nunca he hablado a nadie de él. Fue un pesado secreto, durante aquellos años de infancia y de odio, poseer esos poemas y pensar en aquel soldado alemán.
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