CUENTOS FRÍOS, Virgilio Piñera
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VIRGILIO PIÑERA, Cuentos fríos, Losada, Buenos Aires, 1956, 190 páginas.
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El CAMBIO
El amigo esperaba a las dos parejas. Iban por fin los amantes a reunirse en su carne, y justo es confesar que el amigo había preparado las cosas con tacto exquisito. Pero exigió, a cambio de la dicha inmensa que les proporcionaba, que todo fuese consumado en la más absoluta tiniebla y en el silencio más estricto. Así, llegados a su presencia los amantes, les hizo saber que la última cámara iluminada que contemplarían en el transcurso de su memorable noche carnal era esta que ahora los alumbraba a todos. Entonces, tras las consiguientes protestas de cortesía y las frases de estilo, se pusieron en marcha por una pequeña galería que desemboca frente a lo que el amigo decía eran las inmensas puertas de dos cámaras nupciales.
Ya el trayecto por dicha galería había sido consumado en la más definitiva oscuridad. El amigo, que no tenía necesidad del poder de la luz, les hizo saber que estaban a la entrada del paraíso humano, y que a una señal suya las puertas se abrirían para dejar paso a los eternos amantes hasta ahora separados por las asechanzas del destino.
De pronto, un movimiento de terror hubo de producirse: parece que un golpe de viento levantó rudamente la túnica de las damas, las cuales, aterrorizadas, se apartaron de sus amantes y fueron a estrecharse enloquecidas contra el pecho del amigo, que estaba en el centro de aquel extraño grupo. El amigo, sonriendo levemente, y sin romper la consigna dada, las tomó por las muñecas y, obligándolas a un breve giro, las cambió, de tal suerte, que cada una de ellas fue a quedar en brazos del amante que no le correspondía. Éstos, como caballos bien amaestrados, aguardaban, silenciosos y tensos. Pronto el orden quedó restablecido y a una señal del amigo se abrieron las puertas y entraron por ellas los amantes trocados.
Allí, en la cámara carnal, se prodigaron las caricias más refinadas e inauditas. Guardando una gratitud y un respeto amoroso al juramento empeñado, no pronunciaron ni siquiera el comienzo de una letra, pero se cumplieron en el amor hasta agotar, como se dice, “la copa del placer”. Entre tanto, el amigo, en su cámara iluminada, se retorcía de angustia. Pronto saldrían de las otras cámaras los amantes y comprobarían el horrible cambio y su amor quedaría anulado por el hecho insólito que es haberlo realizado con objetos que les eran absolutamente indiferentes.
El amigo se dio a pensar en varios proyectos de restitución; de inmediato desechó el que consistiría en llevar a las damas a una cámara común para de allí restituirlas, ya trocadas rectamente, a sus respectivos amantes. Solución parcial: por ejemplo, cualquiera de las damas podía caer en sospecha de que algo anormal ocurría en virtud de ese paseo de una cámara oscura a una cámara iluminada. De pronto, sonrió el amigo. Dio una palmada y llegaron al instante dos servidores. Deslizó algunas palabras en sus oídos y éstos desaparecieron volviendo poco después armados de un diminuto punzón de oro y unas enormes tijeras de plata. El amigo examinó los instrumentos y acto seguido indicó a los servidores las puertas nupciales.
Entraron éstos y, tanteando en las tinieblas, se apoderaron de las mujeres y rápidamente les cercenaron la lengua y les sacaron los ojos, haciendo cosa igual con los hombres. Una vez desposeídos de sus lenguas y de sus ojos fueron conducidos a presencia del amigo, quien los esperaba en su cámara iluminada.
Allí les hizo saber que, deseando prolongar para ellos aquella memorable noche carnal, había ordenado que dos de sus criados, armados de punzones y tijeras, les vaciaran los ojos y les cercenaran la lengua. Al oír tal declaración, los amantes recobraron inmediatamente su expresión de inenarrable felicidad y por gestos dieron a entender al amigo la profunda gratitud que los embargaba.
Así vivieron largos años en una dicha ininterrumpida. Por fin les llegó la hora de la muerte, y, como perfectos amantes que eran, les tocó la misma mortal dolencia y el mismo minuto para morir. Visto lo cual, el amigo sonrió levemente y decidió sepultarlos, restituyendo a cada amante su amada, y, por consiguiente, a cada amada su amante. Así lo hizo, pero como ellos ya nada podían saber, continuaron dichosamente su memorable noche carnal.
El amigo esperaba a las dos parejas. Iban por fin los amantes a reunirse en su carne, y justo es confesar que el amigo había preparado las cosas con tacto exquisito. Pero exigió, a cambio de la dicha inmensa que les proporcionaba, que todo fuese consumado en la más absoluta tiniebla y en el silencio más estricto. Así, llegados a su presencia los amantes, les hizo saber que la última cámara iluminada que contemplarían en el transcurso de su memorable noche carnal era esta que ahora los alumbraba a todos. Entonces, tras las consiguientes protestas de cortesía y las frases de estilo, se pusieron en marcha por una pequeña galería que desemboca frente a lo que el amigo decía eran las inmensas puertas de dos cámaras nupciales.
Ya el trayecto por dicha galería había sido consumado en la más definitiva oscuridad. El amigo, que no tenía necesidad del poder de la luz, les hizo saber que estaban a la entrada del paraíso humano, y que a una señal suya las puertas se abrirían para dejar paso a los eternos amantes hasta ahora separados por las asechanzas del destino.
De pronto, un movimiento de terror hubo de producirse: parece que un golpe de viento levantó rudamente la túnica de las damas, las cuales, aterrorizadas, se apartaron de sus amantes y fueron a estrecharse enloquecidas contra el pecho del amigo, que estaba en el centro de aquel extraño grupo. El amigo, sonriendo levemente, y sin romper la consigna dada, las tomó por las muñecas y, obligándolas a un breve giro, las cambió, de tal suerte, que cada una de ellas fue a quedar en brazos del amante que no le correspondía. Éstos, como caballos bien amaestrados, aguardaban, silenciosos y tensos. Pronto el orden quedó restablecido y a una señal del amigo se abrieron las puertas y entraron por ellas los amantes trocados.
Allí, en la cámara carnal, se prodigaron las caricias más refinadas e inauditas. Guardando una gratitud y un respeto amoroso al juramento empeñado, no pronunciaron ni siquiera el comienzo de una letra, pero se cumplieron en el amor hasta agotar, como se dice, “la copa del placer”. Entre tanto, el amigo, en su cámara iluminada, se retorcía de angustia. Pronto saldrían de las otras cámaras los amantes y comprobarían el horrible cambio y su amor quedaría anulado por el hecho insólito que es haberlo realizado con objetos que les eran absolutamente indiferentes.
El amigo se dio a pensar en varios proyectos de restitución; de inmediato desechó el que consistiría en llevar a las damas a una cámara común para de allí restituirlas, ya trocadas rectamente, a sus respectivos amantes. Solución parcial: por ejemplo, cualquiera de las damas podía caer en sospecha de que algo anormal ocurría en virtud de ese paseo de una cámara oscura a una cámara iluminada. De pronto, sonrió el amigo. Dio una palmada y llegaron al instante dos servidores. Deslizó algunas palabras en sus oídos y éstos desaparecieron volviendo poco después armados de un diminuto punzón de oro y unas enormes tijeras de plata. El amigo examinó los instrumentos y acto seguido indicó a los servidores las puertas nupciales.
Entraron éstos y, tanteando en las tinieblas, se apoderaron de las mujeres y rápidamente les cercenaron la lengua y les sacaron los ojos, haciendo cosa igual con los hombres. Una vez desposeídos de sus lenguas y de sus ojos fueron conducidos a presencia del amigo, quien los esperaba en su cámara iluminada.
Allí les hizo saber que, deseando prolongar para ellos aquella memorable noche carnal, había ordenado que dos de sus criados, armados de punzones y tijeras, les vaciaran los ojos y les cercenaran la lengua. Al oír tal declaración, los amantes recobraron inmediatamente su expresión de inenarrable felicidad y por gestos dieron a entender al amigo la profunda gratitud que los embargaba.
Así vivieron largos años en una dicha ininterrumpida. Por fin les llegó la hora de la muerte, y, como perfectos amantes que eran, les tocó la misma mortal dolencia y el mismo minuto para morir. Visto lo cual, el amigo sonrió levemente y decidió sepultarlos, restituyendo a cada amante su amada, y, por consiguiente, a cada amada su amante. Así lo hizo, pero como ellos ya nada podían saber, continuaron dichosamente su memorable noche carnal.
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