NI TUYO NI MÍO, Andrés Trapiello
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ANDRÉS TRAPIELLO, Ni tuyo ni mío, La Veleta, Granada, 2009, 120 páginas.
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Se recogen en este volumen los artículos publicados por Trapiello en el Magazine del periódico La vanguardia a lo largo de 2005.
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EL VADEMÉCUM PRODIGIOSO
La medida de lector compulsivo, voraz, irredento nos la dio Cervantes al confesarnos que era tanta su afición a la lectura que se detenía incluso en mitad de la calle para leer los papeles que se encontraba tirados. Hay en catalán una palabra feliz para designar a quienes, incurables y románticos, no pueden vencer esa patología: se les llama lletraferits, o letraheridos. Vale tanto para quien escribe los papeles como para quien los lee, tanto para Cervantes como para don Quijote.
Hace dos meses le preguntaban a uno, desde las páginas de cierta revista, una razón para leer. Ahí sigue la requisitoria estancada, pese a haber pensado a diario desde entonces en contestarla. No se me ocurre una sola razón para leer. Se me ocurren cien, doscientas razones, pero una sola no. He pensado sucesivamente en ellas: para adormecer mi conciencia y distraerme y para avivarla y sacudirla; para dormirme y para estar despierto; para soñar y para seguir con los pies en la tierra; para olvidar y para recordar; para ser feliz y porque soy desdichado; por estar solo y para poder acompañar a alguien, cuando estoy sano, para celebrar la salud, y cuando ha caído uno enfermo, por aliviarme la penuria... A menudo estas razones se combinan entre sí y surgen otras, complejas y sutiles. Todos los padres se han enfrentado alguna vez a la pregunta de sus hijos pequeños cuando exigen saber por qué es bueno leer libros. Yo a los míos les decía: cada libro te hace medio centímetro más alto de lo que eres, y eso te permitirá ver más de lo que veías. ¿Y qué veremos?, preguntaban indefectiblemente; y uno, indefectiblemente, les respondía: algo que nadie podrá ver por vosotros, único y maravillosos tesoros que sólo a cada uno le están reservados.
Mirad ese niño. Apenas ha aprendido a deletrear y ya va leyendo en voz alta con alborozo los rótulos de las tiendas. Se zambulle luego en los periódicos de los mayores, como el barco ebrio. Acaso se encierre poco después en el cuarto de bario con un tebeo, por hallar un poco de sosiego, o perseguirá con una linterna debajo de las mantas, cuando todos duerman, islas maravillosas de la mano de los piratas. Seguirá la búsqueda de poesías románticas, necesitado de palabras de amor, tanto por el placer de decirlas como por la fantasía de escucharlas. Nada le detendrá, movido quizá por ese deseo de hallarse al fin, centímetro a centímetro, "a seis mil pies de altura", como se sentía Nietzsche en Sils Maria, y no por el prurito de estar solo, sino para sentirse como las cumbres, a la vista de todos.
El primer libro de viejo que compré con mi dinero, una peseta, fue el vademécum de unos laboratorios farmacéuticos. Tenía yo siete años y lo encontré en una chatarrería. Cuajado como estaba de ilustraciones, me pareció preciosísimo, y no me separé de él durante años. No sabía entonces que esa palabra latina significaba "viene conmigo", pero hoy, hace más de cuarenta años de entonces, me parece que fue esa la puerta que le tenía reservada a uno la literatura. Cada cual tiene la suya. Y si todos los libros nos hacen medio centímetro más altos, algunos, leídos con atención, jamás se irán de nuestro lado, vademécums prodigiosos, llevándonos de la mano a lo más hondo de nosotros mismos.
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