FÁBULAS Y LEYENDAS DEL MAR, Álvaro Cunqueiro
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ÁLVARO CUNQUEIRO, Fábulas y leyendas de la Mar, Tusquets, Barcelona, 1988, 288 páginas.
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Néstor Luján, encargado de la recopilación de estos textos, elogia de Cunqueiro "su gusto de fabular, de convertir el artículo en un microcosmos de novela".
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LA SIRENA DE GÉNOVA
En
1548, nuestro don Felipe, viudo de doña María de Portugal y tan gentil mozo,
dorado el pelo, corno lo pintó el Tiziano, llegó a Génova, pasando por el
camino más largo hacia los Países Bajos, adonde iba, para que lo conociesen los
flamencos, amén de ver al sienés Bártolo, vio una sirena. La sirena estaba
muerta de pocas horas, y decía yo que «tranquilamente muerta, y no podía
cantar», como en el verso del poeta inglés Walter de la Mare. La noche de bodas
de Felipe y María, la dulce niña portuguesa, fue en un palacio salmantino donde
ahora está la central telefónica. Creo recordar que se conserva una alta
ventana, la ventana de la cámara nupcial. No me extrañaría nada que, en las
noches de Salamanca, en mayo, tan surtidas de ruiseñores nostálgicos, se
cortasen todas las conferencias porque los ecos de las palabras amantes de
Felipe y los suspiro de la tímida lusitana buscasen los hilos del teléfono como
el alma busca cuerpo. Y, aunque parezca mentira, Felipe sabía hablar a las
mujeres, y era muy dado a tener conversaciones con la femenina juventud. En
Italia mismo, en aquel viaje, el español gustó mucho, cortés y letrado,
príncipe renacentista. María murió en Valladolid pocos días después de haber
dado a luz, y a causa, según certificó el protomedicato vallisoletano,
de que sus ayas, teniendo la portuguesinha sed, le dieron una limonada,
cosa que estaba vedada a paridas y se tenía como pócima mortal en el caso.
¿Cuándo Felipe vio en Génova la sirénica muerte, «como si estuviese nevando
debajo de su fina piel, tan pálida estaba», dijo Eugenio Montes; cuando la vio
Felipe, recordaría a su rosa de Lisboa, blanca y difunta? ¡Quién lo sabe!
La
sirena, según ha contado Farinelli en un delicioso artículo llevó un agua de
socorro, que pese a la oposición del señor arzobispo le echó un franciscano
poco antes de las últimas boqueadas. Esa agua de socorro dio mucho que hacer,
porque pasando la sirena de Génova a cristiana, lo pedido era darle tierra
sagrada. Vino a solucionar la espinosa cuestión el que unos, que nunca fueron
habidos, robaron el cuerpo de la sirena. Yo tenía la separata de no sé qué
revista con el trabajo de Farinelli y un grabado de la doncella marina, que me
había regalado Rafael Sánchez Mazas. El ilustre autor de La vida nueva de Pedrito de Andía me ampliaba el
texto del gran hispanista, contándome que, poco tiempo después de muerta, la
sirena genovisca, comenzaron a venderse manojos de sus cabellos en las ricas
ciudades de Italia, y eran muy apreciados porque eran insecticidas, no dejaban
salir las canas y prevenían la calvicie, frotando con ellos el pelo humano.
Sánchez Mazas afirmaba que alguna que otra vez, en inventarios italianos de
ilustres casas toscanas o lombardas, aparecen, entre las joyas, los manjillos
del suave, perfumado, rubio pelo de la sirena del mar ligur.
En
fin, estaba muerta y no podía cantar. Repitamos que, al contrario de la de
Walter de la Mare—«una
débil aventurera en un mundo tan amplio»—, la sirena de Génova no se deshizo
en arena, y acaso el ladrón no lo fue sólo por el cabello prodigioso. Quizás
un loco enamorado quiso contemplarla una hora más, en secreto. Mayores locuras
se vieron, y ya dijo Don Quijote que nadie sabe nada del alma de nadie.
Por suerte conocí, gracias a la generosidad de Fernando Valls, a don Alvaro, de quien por una torpeza mía no incluí en La música de las sirenas.
Un abrazo desde Axolotitlan,
Ilustrísimo Sirenólogo:
Es innegable el mérito de Don Álvaro.
No obstante, estos artículos nacieron sin un afán eminentemente narrativo.
¿Para la segunda edición de La música de las sirenas?