SEMILLAS AL VIENTO, Tim Bowley
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TIM BOWLEY, Semillas al viento, Editorial Raíces, Madrid, 2001, 144 páginas.
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En la Introducción (pp. 11-13) el propio Bowley sentencia: "Ser cuentacuentos es maravilloso. Es ser el custodio de tesoros inapreciables, y a la vez el que regala esos mismos tesoros siempre que surge la ocasión, sólo para descubrir que los almacenes que uno acaba de atracar siguen tan llenos como siempre".
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EL UNICORNIO
Había una vez un campesino que vivía con su mujer y sus ancianos padres. Eran terriblemente pobres y, para aumentar sus miserias, la madre se había quedado ciega y el campesino y su esposa no habían podido tener hijos, a pesar de los muchos años que llevaban casados. Luego las cosas les fueron aún peor. Las cosechas se perdieron y pronto no les quedó ya nada para comer, ni siquiera una migaja de pan.
Desesperado, el granjero cogió su última bala, la cargó en el fusil y salió a buscar algo que echar a la cazuela, para escapar a la hambruna al menos un día más. Debilitado por el hambre, caminó lentamente por los campos sin hallar rastro alguno de caza hasta que vio tras un árbol al más hermoso y mágico de todos los animales: un Unicornio.
Absolutamente cautivado, el campesino se quedó unos instantes mirando aquel maravilloso animal. Pero enseguida se acordó de su familia hambrienta y, desolado, se echó el fusil al hombro y apuntó a aquella criatura sobrenatural. Sin embargo, antes de que pudiera disparar, el Unicornio levantó la vista y dijo: “Campesino, perdóname la vida y te concederá un deseo, podrás pedirme lo que quieras”.
El campesino bajó el arma, aliviado al no tener ya necesidad de matarlo, pues seguro que un deseo serviría de mucho más a su familia que el alimento que el animal pudiera darles. El Unicornio le miró con ojos amables y le dijo: “Gracias, campesino. Tuyo es un deseo”. Diciendo eso, a radiante criatura desapareció de su vista esfumándose como humo en el aire.
Como ya sabréis, cuando se os concede un deseo, lo único que no podéis pedir son más deseos, así que, de camino a su casa, el campesino le daba vueltas a la cabeza. ¿Qué podría pedir? En cuanto pensaba en una cosa, se le ocurría otra y en cuanto ya sabía qué pedir, otra idea le venía al pensamiento. Cuando se acercaba ya a su casa, estaba tan confundido que casi empezaba a desear no haberse encontrado nunca con el Unicornio. Claro que en realidad no era así, pero la cabeza le daba vueltas de tantas ideas como tenía dentro. Cuando por fin llegó a su casa, le contó a sus padres y a su mujer lo que le había ocurrido y les pidió su consejo. ¿Qué deseo debía pedir?
“¡Hijo! ¡Hijo!”, decía la madre. “Pide que yo recobre la vista. Si pudiera volver a ver podría ayudar con las labores del campo y podríamos tener suficiente para comer.”
“¡No!”, dijo el padre. “Escucha, nuestra familia ha sido siempre pobre y ésa es la causa de todas nuestras miserias. Pide oro y así tendremos dinero para curarle la vista a tu madre. Y si eso no puede hacerse, podremos al menos comprar comida y todo lo que necesitemos.”
“¡Marido! ¡Marido!”, imploró su esposa. “Sabes que sobre todas las cosas siempre he anhelado tener un hijo. ¡Ahora es nuestra oportunidad! Oh, querido mío, te ruego que me concedas mi deseo. Si lo haces, sé que todo lo demás nos irá bien.”
Si el campesino estaba confuso, ahora lo estaba tres veces más. Éstas eran las tres personas que más quería en el mundo y quería concederle a cada una su deseo, pero eso seguro que era imposible. Temiendo que en su confusión se le escapara algo estúpido que echara a perder su oportunidad de oro, salió corriendo de la casa y caminó friera de un lado al otro, tratando de pensar. De repente encontró la solución y entró corriendo en la casa.
“Deseo”, dijo, “que mi madre vea a mi bebé meciéndose en su cuna de oro macizo”.
Había una vez un campesino que vivía con su mujer y sus ancianos padres. Eran terriblemente pobres y, para aumentar sus miserias, la madre se había quedado ciega y el campesino y su esposa no habían podido tener hijos, a pesar de los muchos años que llevaban casados. Luego las cosas les fueron aún peor. Las cosechas se perdieron y pronto no les quedó ya nada para comer, ni siquiera una migaja de pan.
Desesperado, el granjero cogió su última bala, la cargó en el fusil y salió a buscar algo que echar a la cazuela, para escapar a la hambruna al menos un día más. Debilitado por el hambre, caminó lentamente por los campos sin hallar rastro alguno de caza hasta que vio tras un árbol al más hermoso y mágico de todos los animales: un Unicornio.
Absolutamente cautivado, el campesino se quedó unos instantes mirando aquel maravilloso animal. Pero enseguida se acordó de su familia hambrienta y, desolado, se echó el fusil al hombro y apuntó a aquella criatura sobrenatural. Sin embargo, antes de que pudiera disparar, el Unicornio levantó la vista y dijo: “Campesino, perdóname la vida y te concederá un deseo, podrás pedirme lo que quieras”.
El campesino bajó el arma, aliviado al no tener ya necesidad de matarlo, pues seguro que un deseo serviría de mucho más a su familia que el alimento que el animal pudiera darles. El Unicornio le miró con ojos amables y le dijo: “Gracias, campesino. Tuyo es un deseo”. Diciendo eso, a radiante criatura desapareció de su vista esfumándose como humo en el aire.
Como ya sabréis, cuando se os concede un deseo, lo único que no podéis pedir son más deseos, así que, de camino a su casa, el campesino le daba vueltas a la cabeza. ¿Qué podría pedir? En cuanto pensaba en una cosa, se le ocurría otra y en cuanto ya sabía qué pedir, otra idea le venía al pensamiento. Cuando se acercaba ya a su casa, estaba tan confundido que casi empezaba a desear no haberse encontrado nunca con el Unicornio. Claro que en realidad no era así, pero la cabeza le daba vueltas de tantas ideas como tenía dentro. Cuando por fin llegó a su casa, le contó a sus padres y a su mujer lo que le había ocurrido y les pidió su consejo. ¿Qué deseo debía pedir?
“¡Hijo! ¡Hijo!”, decía la madre. “Pide que yo recobre la vista. Si pudiera volver a ver podría ayudar con las labores del campo y podríamos tener suficiente para comer.”
“¡No!”, dijo el padre. “Escucha, nuestra familia ha sido siempre pobre y ésa es la causa de todas nuestras miserias. Pide oro y así tendremos dinero para curarle la vista a tu madre. Y si eso no puede hacerse, podremos al menos comprar comida y todo lo que necesitemos.”
“¡Marido! ¡Marido!”, imploró su esposa. “Sabes que sobre todas las cosas siempre he anhelado tener un hijo. ¡Ahora es nuestra oportunidad! Oh, querido mío, te ruego que me concedas mi deseo. Si lo haces, sé que todo lo demás nos irá bien.”
Si el campesino estaba confuso, ahora lo estaba tres veces más. Éstas eran las tres personas que más quería en el mundo y quería concederle a cada una su deseo, pero eso seguro que era imposible. Temiendo que en su confusión se le escapara algo estúpido que echara a perder su oportunidad de oro, salió corriendo de la casa y caminó friera de un lado al otro, tratando de pensar. De repente encontró la solución y entró corriendo en la casa.
“Deseo”, dijo, “que mi madre vea a mi bebé meciéndose en su cuna de oro macizo”.
Me gusta mucho Tim Bowley. Tuve la suerte de verle actuar, vivir los cuentos , las narraciones, transmitir..... Ahora tengo la mala suerte de no poder repetir esas experiencias en Extremadura, pero el consuelo de algún libro suyo.
Susi:
Compartamos la suerte de poder leerlo