CUENTOS, HISTORIETAS Y FÁBULAS, Marqués de Sade
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MARQUÉS DE SADE, Cuentos, historietas y fábulas, Ediciones Busma, Madrid, 1989, 140 páginas.
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Escribe Leopoldo María Panero en su prolijo prólogo Sade o la imposibilidad (5-47): "Existen dos éticas, o mejor, tres. La primera —la del sádico-paranoico es la ética del Yo absoluto, y de la destrucción del Otro, y la segunda la ética del Otro absoluto, y de la destrucción del yo, del sacrificio, que es la ética cristiano-masoquista". Contiene quince relatos, la mayoría, breves.
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UN OBISPO EN EL ATOLLADERO
Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno dé los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.
A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las b y a las f pertenecía un anciano obispo de Mirepoix que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo; cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.
—Monseñor —exclamó al fin el cochero a punto de estallar—, mientras permanezcáis ahí mis caballos no podrán dar un paso.
—¿Y por qué no?—contestó el obispo.
—Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.
—Bueno, bueno—contesto el obispo, zalamero, santiguándose—, jurad, pues, hijo mío, pero lo menos posible.
El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.
Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno dé los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.
A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las b y a las f pertenecía un anciano obispo de Mirepoix que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo; cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.
—Monseñor —exclamó al fin el cochero a punto de estallar—, mientras permanezcáis ahí mis caballos no podrán dar un paso.
—¿Y por qué no?—contestó el obispo.
—Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.
—Bueno, bueno—contesto el obispo, zalamero, santiguándose—, jurad, pues, hijo mío, pero lo menos posible.
El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.
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