CINCO DEL ÁGUILA, Carlos Chimal

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CARLOS CHIMAL, Cinco del águila, Era, México, 1990, 144 páginas.

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ÉXTASIS
A Margarita Burgos, José Juan Delfín y Andrés

   Fue una despejada y silenciosa mañana. Era también la invisible brisa que poco a poco se disipaba. Alguien me lo había advertido antes, pero no fue sino hasta ese domingo que pude comprobarlo con mis propios ojos. Mientras caminaba hacia el centro, recordé: "Los pájaros pueden predecir el futuro". Orienté mi oído a la selva, que ahora se hallaba privada del aletear y el barullo de todo averío, como si pico, espoleta y nido hubieran sido echados del mundo. Aunque nadie debió sentirse sorprendido. La radio hablaba de ello días antes y las brigadas de prevención hacían su labor, si bien de manera discreta para no crear, digamos, expectación entre los visitantes. Aquí todos vivimos de ellos, o casi todos. Quizás alguno que otro maya se dedique a la siembra o a la pesca, pero la bendición del Creador llega por avión. "Y no vienen a inquietarse", ha dicho el gallego, "sino a derramar".
   Al cruzar por el Palmasola, un supermercado que ostenta una enorme vitrina hacia la calle, miré a sus tranquilos, e incluso distraídos empleados, y a un pequeño grupo de compradores con apenas una o dos bolsas más de lo común. Pasé luego a corta distancia del malecón y vi a los pescadores descargando afanosamente la pesca de bajura, la pesquería, una versión fresca del pange lingua, y a los animosos visitantes abordar un barco excesivamente empavesado para su corta eslora. Llegué por fin al centro, donde se hallaban reunidos ya el gallego, el inglés y mi socio. "Cumplir con el precepto", atravesó mi cabeza. El gallego, que se siente más mexicano que mi socio y yo juntos, envidia al inglés porque todas sus ganancias no rebasan los 20 cm. Ha sabido comprimir una vida y no posee nada más voluminoso y pesado que una maleta con una docena de trajes de lino y camisas de algodón. El resto es cristalería pura, brillantes y algunos diamantes. Envidiable bisutería. De hecho, asistió a la escuela en la esquina de Knightsbridge y Sloalle St., en ele corazón no sólo de Londres, sino, según cualquier Sloane Ranger, del universo entero. Piensa que la familia es lo que realmente importa, aunque no es casado, y ama el pasado. De alguna imprecisa forma dice estar ligado a la aristocracia. Siente que su alma pertenece al medio rural y cree que una ciudad, si posee notable arquitectura antigua, merece vivirla para que el ciudadano disfrute de su servicio, permitiendo que quienes están en capacidad, hagan un par de millones, de libras quiero decir, y se retiren al campo. Mi socio y yo hemos venido a esta isla precisamente huyendo de una urbe que es como una embarcación donde el agua que has sacado, al día siguiente vuelve a alcanzar su nivel. Nunca hacia arriba, nunca hacia abajo. ¿Un trago, un café?; tal vez un éxtasis, 24 horas de fuste, arqueo y papel, un hielo en el Caribe, una noche pirata y see you at AIDS. Llegó el capitán de nuestro barco y le dijimos: "Haga usted lo que le mejor le parezca". Luego de una conveniente despedida, cada quien se fue a desencallar su virilidad, a echar al través su espíritu sagaz o remiso, como el de mi socio. ¿Para qué tanta agua y comida? ¿Para qué perder tantos días sin snorquelear y tantas noches piratas? ¿Qué con los clientes?
   Tomé mi dotación de pilas y me largué a mi casa, donde mi mujer terminaba de afianzar su posición en la tierra y mi pequeño hijo aguardaba, haciendo y deshaciendo figuras de madera. Tomamos las últimas providencias colocando bandas de cinta adhesiva en las ventanas. Mientras lo hacíamos, recordé la manera impaciente de apilar aquellos tambos de plástico con los que intentaban proteger el enorme cristal de Palmasola. La tarde caía y encendí por última vez la radio. Denuedo. Umbral. Filiación. Línea. Nodo. De pronto, el cielo desapareció y con él el horizonte. Y así la tierra. El refrigerador y el aire acondicionado exhalaron, dando paso a la entelequia, a una mónada crepitante que nos aventó a la cocina, y allí, acurrucados, vimos una inmensa mano que golpeaba los cuatro puntos y un haz de cerdas que chasqueban en la zona más profunda de nuestras cabezas. Tal fue la noche y tal la mañana. Y durante esa noche, la noche de la justicia original, el capitán prefirió vivir en alta mar su propia galerna. Montado en cuatro motores Dina y con la tripulación completa, buscó hora tras hora la línea del viento y la enfrentó. Bajo el soplo opalescente y el aura irreconocible, rodeado de un simún extraviado, vieron pasar el transbordador de Cozumel, espectral, movido por la fuerza de la costumbre. Más tarde, mucho más tarde, cuando el entorno había mudado su semblante y el cerrojo de la bóveda fue corrido, dejándonos ver una nítida mañana, como un axioma celestial, apenas reconocí el rostro desencajado de mi socio, que corría por las calles clamando agua y comida. Caminamos ansiosos hacia la playa, sin que nos quedara otra cosa en el estómago más que un novillo arrinconado. Decenas de tambos y millones de astillas reposaban en el fondo de Palmasola El gallego siguió envidiando al inglés, que tomó el último vuelo y probablemente a estas horas despertaba de nuevo su pasión por la India. Como un golpe en vago, ayudamos a rescatar los cuerpos de varios criados mayas, ahogados porque sus patrones nunca les anunciaron el tope, ni les dijeron cuándo parar. En el momento en que envolvíamos un cuerpo más, vimos aparecer, ese magnífico día, nuestro barco en el horizonte. Agobiados, erráticos, con lágrimas en los ojos, mi socio y yo comenzamos a aplaudir.

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