EL OTRO AFUERA, Lilian Elphick

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LILIAN ELPHICK, El otro afuera, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2002, 152 páginas.

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PIEZA CUATRO

Somos capaces de esperar que las palabras nos duelan...
Enrique Lihn

   Jesús Jiménez, alto, ojos nostálgicos por el trópico, de huesos firmes y largos, de oficio caracolero, deja el billete en la mesita del velador. Es sólo agradecer con realidades, una continuación del cariño feroz que ella, pieza cuatro, puede otorgarle.
   La muchacha dormita con la seducción añeja entre las sábanas, mueve un brazo y murmura las palabras de un sueño. Jesús la observa en la oscuridad asfixiante. Se viste.
   Ella pronto se despereza, canturrea algo hasta que le gritan desde afuera:
   —¡Pieza cuatro, desocúpate!
   Jesús no sabe su nombre. No le importa demasiado. No recuerda que la tristeza es el deseo concluido. Ella tampoco. Mientras se acomoda el vestido vuelve a cantar. Un mambo heredado de otro hombre, alguien que le cantó jadeando encima de su sonrisa.
   Afuera la apuran. Un puño enérgico golpea la puerta. Jesús saca de su bolsillo un caracol pequeño, un hijo de los gigantes que vende a los turistas que llegan a la isla.
   —Tome.
   Ella lo recibe y se sonroja.
   —Hace tiempo que no llegaban regalos —dice, alegre.
   Abre sus manos y lo hace rodar de un lado a otro. Lo acerca a su oído:
   —Para escucharlo a usted también.
   Jesús se acerca a ella y desliza un dedo por sus labios. Nuevamente ella siente la sal y el romper de olas azotando sus caderas.
   —Volveré —responde él dándole la espalda al oír los golpetazos.
   —No abra todavía. Déjela.
   Ella cubre el pestillo con su cuerpo.
   —Usted no va a volver, ¿verdad?
   Jesús Jiménez no le responde y la aparta con suavidad, sin mirarla.
   Al salir, una bocanada de aire caliente le indica la salida. Ella corre detrás de él.
   Una vieja la encara, agarra su hombro con fuerza hasta detenerla.
   —Cámbieme de pieza, Doña Octavia, no quiero la pieza cuatro —dice ella, molesta.
   Un hombrecillo le hace señas.
   —Ahí te quedas, muchacha —le contesta la vieja, haciendo pasar al siguiente.
   Antes de perderlo de vista, ella dice: No volverá.
   Él se aleja, atraviesa el jardín descuidado, elige el camino más corto para llegar a la playa y embarcar. De su bolsillo saca otro caracol diminuto, luego otro más, hasta tener muchos. Los tira a la arena para que se hundan en un naufragio seco y sin memoria.

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