COMIMOS Y BEBIMOS, Ignacio Peyró

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IGNACIO PEYRÓ, Comimos y bebimos, Libros del Asteroide, Barcelona, 2018, 264 páginas.


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En El manejo del fuego (pp. 13-21), el autor confiesa: «Consciente del pie de página que ha representado la literatura gastronómica, como escritor, la cocina me interesa para hablar de la vida y de los afectos».
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MÁS AMARGOS 

   Josep Pla dejó dicho que el brandy español había causado más bajas que la guerra civil y todavía está por ver el número de vidas arruinadas por un chupito de más de Jägermeister. Sus estragos sobre la afectividad humana llegan a un potencial de devastación ni siquiera al alcance de esas caipiroskas que empapan a las Erasmus en la zona de Huertas. Ahí se han visto dramas. De pronto, sin embargo, lo criminoso son los amargos, esos amari que desde Italia supieron cifrar una noción de la vida elegante. La Universidad de Innsbruck ha facilitado «las primeras pruebas empíricas» de que este sabor «está relacionado con rasgos malévolos de la personalidad». Es como un adiós a la pandilla Martini y su suave nonchalancia en los puertos más prestigiosos del verano. O como un corte de mangas al sabio Ceronetti, que veía en el amargor el primus inter pares de los sabores.
   Algunos seguiremos aun así bebiendo amargo, atentos a ese último coletazo del blanco en la garganta, amigos de todos los santos barmans de este mundo, sin que se nos caiga de los labios la expresión «on the rocks». Cynar, Fernet, Montenegro, Averna: vale casi todo, pero lo suyo es reivindicar el júbilo sin fin de un campari al caer la tarde. Mejor si es con un latigazo de ginebra. Eso le da mordiente, le da empaque. El campari es el amargo de los amargos, y su color es el color del sol que se pone: la vida pasa y ya vemos cómo estaba llena de aperitivos resueltos en el paso de brisa de un campari como quien dice sí a todo. Es una magnífica imprudencia antes de ponerse a cenar. Luego está el americano, que —como se sabe— es más bien parisino: lleva campari, vermú rojo y soda y no lleva ginebra para que el asunto permanezca pusilánime. Así no hay quien caiga en redondo. Por suerte, cierto conde italiano maniobró para que un barman le adicionara un tercio de ginebra en la mezcla. Ahí se abrieron los cielos y quedó hecho el negroni, como el primer día que amaneció maná. Con su cuerpo de golondrina, Audrey Hepburn solía tomarse dos negronis antes de cenar. Es la dosis que, para detonar la alegría, debería recomendar la OMS. Seamos, amigas y amigos más imprudentes, más amargos, que nunca será un hombre serio quien nunca ha perdido los papeles.

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