TEMPLE, Gilda Manso

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GILDA MANSO, Temple, El 8vo. Loco, Buenos Aires, 2013, 96 páginas.

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FLORES

   De pronto, el aire se llenó con el olor de las flores del árbol que mi abuela tenía en el fondo de su casa. Lo reconocí al instante; era un olor con textura de brea, pesado, que se sentía con la garganta más que con la nariz.
   En aquellos veranos, cuando mi abuela vivía y nosotros nos quedábamos a cenar en su casa, el olor de las flores del árbol del fondo llegaba hasta el comedor y nos impedía comer en paz. Demasiado intenso para resultar agradable. Hasta mi abuela, que nunca se quejaba, protestaba por la invasión. Y yo no había sentido ese olor desde que mi abuela murió y tuvimos que vender la casa; yo había olvidado ese olor, esas flores casi insoportables.
   —¿Sentís? –me preguntó mi hermano, y entonces me asusté. Si sólo yo olía las flores, cabía la posibilidad de que se tratara de un truco de mi imaginación, que siempre se caracterizó por no padecer el vértigo de las alturas extraordinarias; pero si mi hermano también las sentía, significaba que el olor de las flores de la casa remota de mi abuela muerta era algo real. Real y aquí, en mi casa, donde el olor –por una cuestión de tiempo y espacio— no tenía lógica, a menos que se tratara de una lógica que escapaba a mi entendimiento; tampoco voy a cometer la vanidad de creer que comprendo todo.
   Mi hermano y yo salimos a la calle para tratar de localizar el punto de partida del olor de aquellas flores. No intentamos tirarle el salvavidas de la excusa a nuestra racionalidad: será un perfume similar, nos habrá parecido pero no. Mi abuela decía que todos los sentidos pueden ser estafados, excepto el olfato; eso que olíamos, entonces, era el olor de las flores que ya no estaban y que nunca estuvieron ahí. De más está decir que no encontramos nada, el olor era omnipresente y, como antaño, casi tangible.
   De a poco nos fuimos acostumbrando. Mi hermano y yo seguíamos con nuestras vidas, y el olor nos molestaba cada vez menos. No es que hubiera menguado su poder sino que nos habíamos acostumbrado a él. No hay narcótico más eficaz que la costumbre.
   Un día de esos, entré a la pieza de mi hermano a buscar las llaves del auto. Yo no entraba en su pieza desde la muerte de mi abuela: mi hermano insistía en guardar la caja con sus cenizas en la mesa de luz, y eso era algo que yo no podía aguantar. No podía ver la caja, no podía concebirla hecha cenizas. Mi temeraria imaginación tenía su talón de Aquiles. Ese día, sin embargo, no esperé a que llegara mi hermano para pedirle las llaves. Ese día entré. Las llaves estaban en la mesa de luz, al lado de la caja. Respiré hondo, respiré hondo de verdad, y el olor de las flores –que nunca se había ido— volvió con toda su potencia, volvió a mi garganta, se hizo bola de llanto y estalló, fuerte y poderoso como había entrado. Miré la caja de cenizas, la miré fijo por primera vez en mi vida y sentí que ahí –ahí— no había nadie.

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