EL AVARO, Luis Loayza

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LUIS LOAYZA, El avaro, Inventarios Provisionales, Las Palmas, 1970, 22 páginas.

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LA ESTATUA

   Junto a la avenida que lleva al templo hay una estatua, dos veces tan grande como el hombre más alto de la ciudad. Los viejos la conocen desde niños y no recuerdan a nadie que no la haya visto siempre. Su origen es, pues, desconocido. Sucede con ella como con el templo, del que nada sabemos; la casta sacerdotal es la que posee sus misterios (aunque, debo decirlo, los jóvenes no confiamos en ellos: ¿por qué son tan herméticos? ¿no es posible que hayan olvidado el misterio y se valgan para su simulación de severa, silenciosa apariencia?). En la opinión de la mayoría, al menos, el secreto de la estatua les ha sido revelado. Pero ella permanece: el rostro totalmente inexpresivo, el brazo levantado hacia el templo, la túnica circular sin ningún pliegue. Se transforma según cómo y a qué hora se la mire: desde el templo el brazo parece levantado para golpear; mirándola desde el otro lado parece que señalara al templo. En la mañana la luz la rodea y resplandece como un dios hermoso; a la hora del crepúsculo es terrible. Su rostro también es discutido: todos los sentimientos le son adjudicados porque todos los sentimientos pueden imaginarse en él. Entre estas sugestiones predomina una, según la época. Así hubo un tiempo en que se adoró la estatua: se le ofrecieron sacrificios y se olvidó al dios del templo; años después se le consideró como una amenaza que se evitaba mirar: algunos llegaron a pensar en destruirla. Ante todas las actitudes los sacerdotes han guardado exasperado silencio: hemos suplicado, hemos amenazado; es inútil. Vieron con indiferencia como era adorada y execrada, no oyen nuestras preguntas. 

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