FÁBULAS IRÓNICAS, Juan Eduardo Zúñiga

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JUAN EDUARDO ZÚÑIGA, Fábulas irónicas, Nórdica, Madrid, 2018, 112 páginas.

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Fernando Vicente ilustra estas fábulas de las que Zúñiga dice que «son tanto episodios históricos como invenciones».
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VENENOS E IDIOMAS

   En páginas perdidas de la Historia se mantiene el recuerdo de un rey de las orillas del mar Negro que vivió cien años antes de nuestra era. Pero quizá habría que preguntarse por qué razón puede ser evocado ahora su fantasma, ya esfumado en las nieblas antiguas, si otros personajes le eclipsaron en prestigio. A él acompaña un enigma de crueldad y de anhelo de comunicación y la atormentada expectativa de una bebida mortal, trasunto de la envenenada leche materna.
   Mitrídates IV, cuyo reino era una parte del Cáucaso y de Asia Menor, combatió a Roma obsesivamente: de sus setenta y dos años de vida, cuarenta y siete están dedicados a esta larga guerra. Derrotado varias veces, siguió resistiendo con asombrosa energía y el Imperio romano tuvo que poner en juego sus mejores fuerzas al mando de los grandes generales, y Mitrídates se enfrentó a ellos desde que a los veinte años ocupara el trono. A los trece había sucedido a su padre, aunque para salvarle de inminentes conspiraciones, sus partidarios hubieron de esconderle en un lugar secreto. Se educó en la soledad de los bosques, pero los que así le protegían no pudieron darse cuenta de que estaban conformando un carácter singular.
   Los historiadores latinos han conservado de él un retrato poco favorable al escribir que su primer acto público fue eliminar a su madre, que gobernaba entonces, y un año después hizo matar a su hermano. El cronista Apiano le atribuye la muerte de sus tutores, de tres hijas y tres hijos, y fiel a los métodos de aquella época, hizo lo mismo con su esposa Estratonice.
   Dos particularidades en especial registra su biografía, que confieren a su sistema bucofaríngeo indudable importancia: era un políglota y un catador de venenos, a los que se acostumbró mediante dosis progresivas y antídotos. El joven rey debió de presentir que la muerte le entraría por la boca y se previno haciéndose inmune a la falaz naturaleza del tóxico. Y hay que pensar que tanto deseó esquivar bebidas traicioneras como dominar palabras ignoradas.
   Se cuenta que si aprendió veintidós lenguas fue para dar órdenes y entenderse con sus soldados, dada la variedad de pueblos que habitaban sus dominios y que nutrían sus ejércitos. Explicación lógica, pero queda la incógnita de qué profundidades psicológicas hacen brotar en el políglota la pasión de aprender un idioma tras otro, como necesidad de expresar el pensamiento de distintas maneras. ¿O será la forma de compensar la falta de atención a las palabras balbuceantes de una remota infancia que precisaba ser escuchada y no lo fue?
   Y el temor a los venenos, un psicoanalista acaso lo relacionaría con la rápida eliminación de aquella madre. Hoy se sabe que uno de los primeros temores de un bebé es ser envenenado: rechaza el pecho materno cuando fluctuaciones del carácter de la madre provocan alguna alteración química, o afectiva, en la lactancia. Es curioso referente a esto que el dramaturgo Racine, en la tragedia que escribió en 1773, basándose en un episodio de la vida de este rey, se adelantó a esas modernas observaciones, haciéndole decir a Mitrídates: «Des plus chéres mains craignant les trahisons /j'ai pris soin de m'armer centre taus les poisons».
   Terrible fatalidad la de Mitrídates, pues en el último momento de su vida, cuando, viejo y derrotado, traicionado por su hijo Farnaces, buscó la muerte, llevó a sus labios una copa con veneno, pero este no surtió efecto y tuvo que pedir le matase a su esclavo Bituit, que era de las Galias, así que pidió morir pronunciando palabras en galo, distintas de las que oyó mientras una mujer le amamantaba. Y la espada del extranjero atravesó el órgano por donde suben, desde el fondo del alma, los sonidos del idioma.
   Este mismo final descubre lo acertado de la decisión de Mitrídates al apoderarse del significado de cuanto oyó hablar cerca de él; mediante este conocimiento, sus órdenes eran obedecidas por dichas a los soldados en las mismas lenguas que usaban sus padres. No era un afán suyo de atesorar palabras, sino un impulso íntimo de salvarse, parecido a su obstinación guerrera. Temió morir por veneno, pero con los antídotos hizo inofensivas todas las bebidas. Temió las frases incomprensibles que acaso le amenazaban o anunciaban conspiración, y con el esfuerzo memorístico las convirtió en abierta comunicación con su gente, que le entendió al saberse entendida.
   En las lejanas fronteras del pasado vemos al rey Mitrídates marchando a caballo entre sus hombres —quién sabe, armenios, georgianos, chechenos, persas, griegos—, hablando con todos: por su boca habían entrado venenos, pero de su boca salían musicales y poderosas palabras.

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