CAPERUCITA ROJA Y OTROS CUENTOS,

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JACOB & WILHELM GRIMM, La Bella Durmiente y otros cuentos, Anaya, Madrid, 2006, 262 páginas. 

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Escribe Gustavo Martín Garzo en La piel de la suerte (pp. 7-13): «Luz de las tinieblas y luz del cielo. así es la luz de los cuentos. En ellos convive lo delicado y lo atroz, lo tierno y lo hosco, los seres generosos y los malvados». Y leemos. Las ilustraciones son obra de Jordi Vila Delclòs.
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EL SASTRE EN EL CIELO

   Sucedió que un hermosísimo día Dios quiso ir a tomar el aire al jardín celestial y se llevó consigo a todos los apóstoles y santos, de tal manera que en el cielo solo se quedó San Pedro. El Señor le había mandado que en su ausencia no dejara pasar a nadie. Pedro estaba en el portón y vigilaba. No mucho tiempo más tarde llamó alguien. Pedro le preguntó quién era y qué es lo que quería.
   —Soy un pobre sastre honrado —contestó una voz aguda—, que pide entrar.
   —Sí, honrado —dijo Pedro—, como el ladrón en la horca, y tienes dedos largos y le has hurtado paño a la gente. Tú no entras en el cielo; el Señor me ha prohibido dejar entrar a nadie, mientras esté fuera.
   —¡Sé compasivo! —gritó el sastre—. Pequeños retales que se caen solos de la mesa, eso no es robar y no vale la pena hablar de ello. Mira, estoy cojeando y en el camino me han salido ampollas en los pies; me es imposible dar la vuelta. ¡Déjame entrar, que yo haré el trabajo duro! Cuidaré a los niños, lavaré los pañales, limpiaré y secaré los bancos en los que han jugado y zurciré sus trajes rotos.
   San Pedro se dejó llevar de la compasión y abrió al sastre cojo la puerta del cielo, lo justo para que pudiera deslizarse con su cuerpo enjuto. Se tuvo que sentar en una esquina detrás de la puerta y comportarse bien y estar callado, para que cuando regresase el Señor no notase su presencia y se enfureciera. El sastre obedeció, pero cuando San Pedro se levantó y lleno de curiosidad fue por todas las esquinas del cielo aprovechando la ocasión. Finalmente, llegó a un sitio en el que había muchas y preciosas sillas, y en el medio, un sillón todo de oro, recubierto de bellas piedras preciosas. Era más alto que los demás y había un cascabel de oro ante él. El sastre se detuvo y contempló durante algún tiempo el sillón, que le gustaba mucho más que los otros. Finalmente, no pudo reprimir su curiosidad, subió y se sentó en el sillón. Entonces, vio todo lo que sucedía en la tierra y se fijó en una vieja y fea mujer que estaba en un arroyo y lavaba, mientras disimuladamente escondía dos cortinas. El sastre, a la vista de esto, se enfadó tanto que cogió el escabel de oro y, a través del cielo, lo lanzó a la tierra en dirección a la vieja ladrona. Pero al ver que no podía recuperar el escabel, se deslizó con tiento del sillón y se sentó en su sitio detrás de la puerta como si no hubiera roto nunca un plato. Cuando el amo y señor regresó con su acompañamiento celestial, no descubrió al sastre detrás de la puerta, pero cuando se sentó en su sillón, echó en falta el escabel. Le preguntó a San Pedro dónde había ido a parar el escabel, y este no lo sabía. Entonces, le siguió preguntando si había dejado entrar a alguien.
   —Yo no sé de otro —contestó Pedro— que haya venido aquí más que un sastre cojo, que todavía está sentado detrás de la puerta.
   Entonces, el Señor hizo venir al sastre a su presencia y le preguntó si había cogido el escabel y dónde lo había puesto.
   —¡Oh, Señor! —contestó alegremente el sastre—. En un momento de ira lo he lanzado a la tierra a una vieja mujer a la que vi coger dos cortinas mientras lavaba.
   —¡Oh, pícaro! —dijo el Señor—. Si juzgara yo como tú juzgas, ¿cómo piensas que te hubiera ido a ti hace tiempo? No tendría aquí ya ni sillas, ni bancos, ni sillones, ni siquiera atizadores, sino que los hubiera lanzado a todos los pecadores: ¡Largo! Tú no puedes estar aquí en el cielo, sino que tienes que salir por la puerta, y mira adonde vas. Aquí nadie castiga más que yo.
   San Pedro tuvo que llevar al sastre de nuevo fuera del cielo y, como tenía los zapatos rotos y los pies llenos de ampollas, cogió un bastón en la mano y se marchó al país de «espera un poco», donde están los soldados valientes y se divierten metiéndose con la gente.


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