EL ESCÁNDALO DEL SIGLO, Gabriel García Márquez

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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, El escándalo del siglo, Literatura Random House, Barcelona, 2018, 354 páginas.

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Cristóbal Pera, el editor de esta selección, que recoge artículos que fueron publicados entre 1950 y 1987, subraya el legado de un autor que siempre pensó que el periodismo era el mejor oficio del mundo.
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LA MUERTE ES UNA DAMA IMPUNTUAL

   Leyendo una noticia procedente de Middlesboro, Kentucky, he recordado la hermosa parábola del esclavo que huyó a Samara porque se encontró con la muerte en el mercado y ésta le hizo un gesto que el esclavo consideró como «una señal de amenaza». Pocas horas después el amo del esclavo que al parecer era amigo personal de la muerte, se encontró con ella y le preguntó: «¿Por qué hiciste un gesto de amenaza, esta mañana cuando viste a mi esclavo?». Y la muerte respondió: »No fue un gesto de amenaza sino de sorpresa. Me sorprendió verlo aquí, siendo que esta tarde tenía una cita conmigo en Samara».
   Esa parábola, es en cierta medida el otro extremo del hecho ocurrido hace dos días en Middlesboro, Kentucky, de un hombre que tenía esa mañana una cita con la muerte y por razones que aún no ha sido posible establecer, fue la muerte, y no el hombre, quien dejó de concurrir a la cita. Porque James Longworth, un montañés de 69 años, se levantó ese día más temprano que nunca, tomó un baño y se preparó como para hacer un viaje. Luego se acostó en su lecho, cerró los ojos y rezó todo lo que sabía, mientras afuera, apretujadas contra la ventana, más de doscientas personas aguardaban a que llegara el anunciado barco invisible que se lo llevaría para siempre.
   La expectativa había empezado hace tres años, una mañana en que el montañés habló de sus sueños a la hora del desayuno y dijo que en uno de ellos se le había aparecido la muerte y había prometido venir en su busca a las ocho y veinte minutas del 28 de junio de 1952. El anuncio trascendió a desde ese día diferente a la de sus vecinos, porque él era ya un mortal emplazado en hombre que habría podido hacerlo todo, incluso imponerse una dieta a base de sublimado corrosivo, en la seguridad de que la palabra de honor de la muerte, tan gravemente empeñada, no sería echada atrás después de tan precisa y perentoria notificación. Desde ese día. James Longworth, más que como cualquier otra cosa, era conocido en las calles y en el distrito de Middlesboro y en el estado de Kentucky, sencillamente como «el hombre que se va a morir».
   Así que al despertar, hace dos días, todos los habitantes del distrito recordaron que era 28 de junio y que dentro de dos horas la muerte vendría a cumplir su cita con James Longworth. La que había debido ser una mañana de duelo, fue en cierta manera una mañana de fiesta, en la que los curiosos ciudadanos retardaron su asistencia al trabajo para caminar un trecho y asistir a la muerte de un hombre. En realidad, no es probable que la gente hubiera pensado que la de James Longworth había de ser una muerte distinta. Pero de todos modos, en ella estaba en juego algo que a los mortales nos ha interesado comprobar desde el principio del mundo: la fidelidad de la muerte a su palabra de honor. Y a comprobarlo fueron hombres, mujeres y niños, mientras James Longworth se despedía de ellos desde el lecho como si lo hiciera desde el estribo de ese vehículo invisible que, tres años antes, le había permitido conocer uno de los innumerables millones de casillas que tiene su interminable itinerario.
   De pronto, con el corazón en el puño, los espectadores comprobaron que eran exactamente las ocho y veinte minutos y que aún la muerte no llegaba. Hubo una especie de soberbia desolación, de esperanza defraudada en las doscientas cabezas que se apretujaban sobre la ventana. Pero el minuto transcurrió. Y transcurrió el siguiente y nada sucedió. Entonces James Longworth, desconcertado, se sentó en la cama y dijo: «Me sentiré desilusionado si no muero pronto». Y es posible que a estas horas, las doscientas personas que madrugaron y caminaron un largo trecho y jadearon bajo la luminosa mañana de este verano abrasante, estén ahora en la mitad de la plaza llamando a la muerte. No para dejarse arrastrar por ella sino para lincharla.

 1 de julio de 1952, El Heraldo, Barranquilla

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