CUENTOS PARA EL ADIÓS, Begoña Ibarrola
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BEGOÑA IBARROLA, Cuentos para el adiós, SM, Madrid, 2006, 202 páginas.
PIZARRAS DE ARENA
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Estos cuentos infantiles «están pensados para ayudarles a sacar su dolor y a expresar toda la inmensa gama de sentimentos y emociones que la muerte o el abandono provocan», escribe Ibarrola en Nota de la autora (pp. 7-14) sobre estos cuentos a los que acompaña una batería de preguntas que promueven la reflexión del neolector.
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Como todos los días, Leyla salía a la calle temprano para intentar conseguir un poco de comida. Pero ese día no pudo porque el sonido de las metralletas se oía demasiado cerca.
—Otro día sin poder salir —dijo Leyla en voz alta pensando que su hija todavía dormía.
Yamina, sin embargo, oyó desde la cama la voz desesperada de su madre y supo que ese día tampoco desayunarían.
—¡Yamina, levántate! —le dijo su madre—, tenemos que irnos de aquí.
Yamina se levantó con rapidez, se vistió y siguió a su madre a través de unas callejuelas estrechas hasta llegar a las afueras del pueblo.
No preguntaba nada porque sabía que su madre cuidaba de ella y se sentía segura a su lado, fueran donde fueran.
Mientras caminaba recordó el día que unos hombres armados entraron en su casa y se llevaron a su padre y a su hermano para luchar con ellos. Desde ese día no habían sabido nada de ellos, y su madre se ponía a llorar cada vez que lo recordaba.
—Mamá, ¿adonde vamos? Estoy muy cansada —le dijo Yamina.
—Nos aguarda un largo camino, hija; espero que el campamento esté cerca porque tenemos muy poca comida y poca bebida. ¿Crees que podrás aguantar la caminata?
—Sí, mamá, no te preocupes, cuando me canse te lo diré.
Fue un viaje agotador de varios días, pero las dos consiguieron llegar al campo de refugiados, donde les dieron comida y bebida y, sobre todo, un lugar bajo una tienda donde protegerse del sol y poder, por fin, descansar.
Yamina miraba el horizonte y soñaba que algún día conseguiría vivir en un lugar donde no se oyeran los disparos y pudiera vivir con sus padres y su hermano en paz.
La vida en el campamento no fue fácil porque había poco espacio para tanta gente, pero al menos no les faltaban alimentos y podían dormir sin sobresaltos.
Una tarde, mientras su madre descansaba, Yamina cogió un palo y se puso a dibujar en el suelo.
—¿Qué haces? —le preguntó un niño—. Me gustan esos dibujos.
—No son dibujos, son letras —le contestó Yamina—. Las aprendí en la escuela y no quiero que se me olviden, por eso voy a escribirlas todos los días.
—¿Quieres enseñarme las letras? Yo no he podido ir a la escuela y no las conozco.
Yamina le dio un palo y allí, sobre la arena, improvisó una pizarra donde fue escribiendo las letras, una por una, y el niño las fue copiando debajo.
Y sin darse cuenta se convirtió en una pequeña maestra a la que se acercaban, cada tarde, más niños que querían aprender a escribir las letras.
Poco a poco se corrió la voz en el campamento y algunas personas mayores decidieron también aprender a escribir. Entre todos limpiaron un espacio más grande de suelo y alisaron la arena para poder escribir mejor, mientras Yamina se sentía ilusionada con su nuevo trabajo. ¿Cómo se iba a imaginar que acabaría siendo maestra en un campamento de refugiados?
Pasó el tiempo y una niña mayor que sabía leer comenzó a enseñarles la magia de las palabras. Pero cuando el viento soplaba, se llevaba las letras escritas en la pizarra de arena, así que buscaron entre todos la manera de poder escribir sin que las letras se borraran.
Encontraron trozos de cartón de los envases de comida que llegaban al campamento, sacos de tela que antes habían contenido harina y arroz, incluso pequeños trozos de madera que no servían para otra cosa.
Para Yamina y los demás niños fue emocionante poder escribir y que las letras se quedaran allí sin que se las llevara el viento y que cualquiera las pudiera leer.
—Si juntamos varios cartones podremos hacer libros y escribir en ellos todo lo que sabemos para que no se pierda y pase a nuestros hijos —dijo un día una de las mujeres del campamento.
La idea fue muy bien recibida y, por las noches, los hombres y mujeres más ancianos empezaron a contar los cuentos que sus padres les habían contado, sus tradiciones, sus canciones, y los niños las escribían con ilusión sobre los trozos de cartón. Cuando tenían unos cuantos ya escritos, los envolvían en la tela de saco y así se conservaban mejor.
Y así, día a día, se fue creando una curiosa y pequeña biblioteca, a la que se iban añadiendo los sucesos del campamento y las noticias que iban llegando sobre sus pueblos de origen.
Yamina seguía mirando al horizonte con ilusión mientras su madre miraba justamente hacia el lado opuesto, el lugar que un día habían tenido que abandonar, donde su marido y su hijo, si aún vivían, estarían luchando.
—Hija, me gustaría volver algún día a nuestro pueblo y buscar a tu padre y a tu hermano, pero mientras dure la guerra es muy peligroso —le dijo su madre.
—Espero que estén bien, y que algún día volvamos a estar todos juntos, en el pueblo o en otro lugar donde podamos vivir en paz —le contestó Yamina con tristeza.
La vida en el campamento siguió su curso.
Yamina siguió enseñando las letras a los más pequeños, aprendió a leer, y enseñó a leer a los mayores, y la biblioteca siguió creciendo.
Y cada tarde, al mirar el horizonte, esperaba con ilusión el momento de salir de allí con su madre, sin importarle ya cuál fuera su destino.
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