VOCES PARA UN TÍMPANO MUERTO, Miguel Á. Zapata
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MIGUEL ÁNGEL ZAPATA, Voces para un tímpano muerto, Talentura, Madrid, 2016, 148 páginas.
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TIEMPO DE AGUA
Tumbado sobre el colchón, oigo el primer borboteo del agua brotando desde puntos imprecisos en la unión de ciertas baldosas del suelo. Al inicial respingo (quién puede negar que los sonidos acuáticos generan siempre un movimiento de nuestras orejas, un átomo de memoria reptiliana) sucede siempre, al momento, un acomodo inmediato de mis músculos a la certeza de que nada se puede hacer ya.
El nivel del agua sube, veloz en su bisbiseo. Hace flotar mis zapatillas como dos barquitos de tela, llega hasta el límite del colchón y anega pronto la mesita de noche. Deja naufragando un libro, mi reloj de cuarzo y la lamparita que se ahoga con una breve fiebre eléctrica. Asciende el agua con su urgencia incolora hasta mojar mi pijama, acariciar mi cuello y hacer flotar mis manos y mis pies. Yo no me resisto, entiendo que no se debe forzar lo que es inevitable, los bailes del azar.
Mientras floto a ritmo pausado por la habitación inundada ya en una marea que se amista con el techo, siento la relajación propia del que no tiene responsabilidad alguna ante la fuerza irresistible de los fenómenos naturales. Nada puedo hacer, no, nada se me permite, anulado por este océano. Me dejo llevar por el tibio oleaje que desplaza como a medusas las sillas, una alfombra o las prendas de ropa que antes atestaban el perchero.
Sólo cuando noto el límite de mis pulmones clamando oxígeno, advierto que no debo, no quiero morir: ahora tengo que preocuparme por algo más trascendente que cualquier problema cotidiano. Doy para ello un leve giro de pez (desganado casi, apenas una señal ligeramente convenida) y el paisaje marítimo de mi dormitorio comienza su rápida retirada hacia el suelo, recomponiéndose en un caos húmedo lo que antes flotaba amniótico, sonámbulo, hasta perderse nuevamente los últimos hilos de agua en su correspondiente resquicio de las baldosas.
De nuevo sobre la cama, empapado y a merced de mi voluntad, siento otra vez el peso de las responsabilidades, esos deberes cotidianos que le hacen a uno temer tanto como desear un naufragio pequeño, una inundación de juguete.
Algo irreversible, a fin de cuentas.
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