UNA MUJER, Péter Esterházy
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PÉTER ESTERHÁZY, Una mujer, Alfaguara, Madrid, 2001, 200 páginas.
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El escritor húngaro compone un catálogo de noventa y siete mujeres que alternan el amor y el odio.
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UNA MUJER [16]
Hay una mujer. Me odia. Rompe conmigo una y otra vez. Me manda a paseo. Me tira a la basura, como si fuera un limón exprimido. De una manera inteligente, lógica e irrefutable me explica por qué tenemos que dejarlo. Por qué se ha acabado ya. Estamos siempre ocupados, ella y yo, así que estos diálogos, estos actos normalmente se desarrollan en la cama. Por decirlo así, yo me dejo convencer por sus argumentos. Yo, por mi parte, no veo nada terrible en el hecho de que nuestros cuerpos no se encandilen, porque aun a desgana se engastan piezas bonitas. A mí, me gusta incluso estar simplemente acostado a su lado, dejando reposar mi mano en su regazo. Ella no se refiere a eso, se refiere a todo en general, mientras que yo siempre hablo de los detalles, y los detalles, por su naturaleza, siempre están bien, de una forma fragmentada, pero no en su totalidad. «Hemos estado lamentables», así suele empezar. A lo que yo le levanto un poco los muslos. Que por otra parte son largos. «Ha sido tan bonito durante tantos años», me dice. Yo no digo nada, simplemente la vuelvo hacia mí, vuelvo sus pechos hacia mí. «No estaría mal dejar a un lado todos esos pensamientos oscuros sobre la plenitud, y ocuparnos tan sólo de la carne, de los huesos, de los tendones.» Que ella no está hablando de eso, sino de algo inevitable; de que todo parezca absurdo, peor que aburrido, peor que cotidiano, o sea, peor que un cliché.
«¡No me siento realizada en la cama!»
A lo que la quito de encima de mí, con sus pechos y con todo, dejo mis órganos al descubierto, entre ellos mi cola: «¡Aquí estoy!, ¡hola!». No dice nada. «Si me abandonas, te mataré», le digo, y aprieto su cabeza contra la almohada. «Esa frase está muy bien, suele funcionar —dice gimiendo—, pero de una manera absurda, aunque me fueras a matar, sería sólo como si lo imaginaras». «A lo mejor te vas a enfadar con lo que te voy a decir: perdóname», le respondo. «No hay por qué», me dice.
Hay una mujer. Me odia. Rompe conmigo una y otra vez. Me manda a paseo. Me tira a la basura, como si fuera un limón exprimido. De una manera inteligente, lógica e irrefutable me explica por qué tenemos que dejarlo. Por qué se ha acabado ya. Estamos siempre ocupados, ella y yo, así que estos diálogos, estos actos normalmente se desarrollan en la cama. Por decirlo así, yo me dejo convencer por sus argumentos. Yo, por mi parte, no veo nada terrible en el hecho de que nuestros cuerpos no se encandilen, porque aun a desgana se engastan piezas bonitas. A mí, me gusta incluso estar simplemente acostado a su lado, dejando reposar mi mano en su regazo. Ella no se refiere a eso, se refiere a todo en general, mientras que yo siempre hablo de los detalles, y los detalles, por su naturaleza, siempre están bien, de una forma fragmentada, pero no en su totalidad. «Hemos estado lamentables», así suele empezar. A lo que yo le levanto un poco los muslos. Que por otra parte son largos. «Ha sido tan bonito durante tantos años», me dice. Yo no digo nada, simplemente la vuelvo hacia mí, vuelvo sus pechos hacia mí. «No estaría mal dejar a un lado todos esos pensamientos oscuros sobre la plenitud, y ocuparnos tan sólo de la carne, de los huesos, de los tendones.» Que ella no está hablando de eso, sino de algo inevitable; de que todo parezca absurdo, peor que aburrido, peor que cotidiano, o sea, peor que un cliché.
«¡No me siento realizada en la cama!»
A lo que la quito de encima de mí, con sus pechos y con todo, dejo mis órganos al descubierto, entre ellos mi cola: «¡Aquí estoy!, ¡hola!». No dice nada. «Si me abandonas, te mataré», le digo, y aprieto su cabeza contra la almohada. «Esa frase está muy bien, suele funcionar —dice gimiendo—, pero de una manera absurda, aunque me fueras a matar, sería sólo como si lo imaginaras». «A lo mejor te vas a enfadar con lo que te voy a decir: perdóname», le respondo. «No hay por qué», me dice.
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