VISIÓN DE LA MEMORIA, Tomas Tranströmer
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TOMAS TRANSTRÖMER, Visión de la memoria, Nórdica, Madrid, 2012, 80 páginas.
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A través de ocho breves narraciones autobiográficas, el Nobel sueco hace partícipes a sus lectores de un recorrido por la memoria de su infancia y adolescencia.
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LA GUERRA
Era la primavera de 1940. Yo era un muchacho flaco de nueve años que se inclinaba sobre el mapa de la guerra en los diarios, en donde las ofensivas de las divisiones acorazadas alemanas estaban representadas con flechas negras. Las flechas penetraban en Francia y vivían también como parásitos en nuestros cuerpos, enemigos de Hitler. Yo me contaba realmente entre ellos. ¡Nunca estuve tan seriamente comprometido en política!
Provoca un sentimiento de ridículo el escribir sobre el compromiso político de un niño de nueve años, pero no se trataba de política en el sentido habitual. Fue así como participé en la guerra. Sobre cuestiones sociales, sobre clases, sindicatos, economía, reparto de los recursos, socialismo versus capitalismo, etc.: yo no tenía una idea de estas cosas. «Comunista» era la denominación de una persona que defendía a Rusia. «Derecha» era algo sospechoso porque parte de este partido simpatizaba con Alemania. Lo que yo entendía, por lo demás, de la derecha, era que uno la votaba si era rico. Pero ¿qué se quería decir exactamente con ser Rico? Algunas veces fuimos a cenar a casa de una familia que describían como rica. Vivían en Äpperlviken, el señor de la casa era mayorista. Una gran casa, servidumbre vestida en blanco y negro. Noté que el niño de la familia —que tenía mi misma edad— tenía un fantástico y enorme auto de juguete, un coche de bomberos, muy fascinante. ¿Cómo se conseguía uno así? Por un instante apareció la certeza de que la familia pertenecía a otra clase social, una en la cual uno podía tener este tipo de autos de juguete de gran tamaño. Aparece como un recuerdo fugaz y de poca importancia.
Otro recuerdo: durante una visita a casa de un compañero de clase, me asombro al descubrir que en su casa no hay inodoro sino una letrina como la que nosotros teníamos en el campo. Había que orinar en un recipiente que la madre arrojaba en el desagüe de la cocina. Un detalle pintoresco. Por lo demás, no pensé que la familia de mi compañero tuviese carencias. Y la casa de Äppelviken no me parecía admirable. Me encontraba muy lejos de esa capacidad que muchos parecen tener desde la edad primera: con una sola mirada, poder interpretar la pertenencia de clase y el estándar económico. Muchos niños parecen ser capaces de esto, pero para mí no era así.
Mis instintos «políticos» estaban enfocados directamente hacia la guerra y el nazismo. Para mí se trataba de ser pro-nazi o anti-nazi. La extendida tibieza de los suecos, el oportunismo incipiente, eran cosas que yo no entendía. Yo lo interpretaba como un apoyo no formulado a los Aliados, o como nazismo disfrazado. Cuando me daba cuenta de que alguna persona que me agradaba era «amigo de Alemania» sentía inmediatamente una terrible presión en el pecho. Todo terminaba allí. Ya no podíamos tener cosas en común.
De las personas cercanas me esperaba una adhesión sin reservas. Una noche, cuando estábamos en casa de tío Elof y tía Agda, escuché decir a mi silencioso tío, después de las noticias: «Y los ingleses hacen victoriosas retiradas...». Lo dijo casi con pesar, pero había algo irónico en el comentario (habitualmente la ironía era algo ajeno al tío) y sentí enseguida la presión sobre el pecho. La historia escrita por los Aliados no se podía cuestionar. Me quedé mirando amargamente la lámpara del techo. En ella podía encontrar consuelo. Tenía la forma misma de los cascos de acero ingleses: como un plato de sopa.
Los domingos cenábamos habitualmente en casa de mis otros tíos, los del barrio de Enskede, que funcionaba como una especie de familia de apoyo para mi madre después del divorcio. Era parte del ritual sintonizar las trasmisiones en sueco de la BBC.
Nunca olvido la sintonía de ese programa. La sintonía de la V se escuchaba al principio y luego la melodía de rúbrica que se anunciaba como «Trompeta Voluntaria de Purcell» (que en realidad era un pomposo arreglo de una pieza para címbalo de Jeremiah Clarke). La voz tranquila del locutor, con un pequeño acento, me hablaba directamente desde un mundo de simpáticos héroes que seguían su vida corriente aunque lloviesen las bombas.
Cuando íbamos en el tren suburbano hacia Enskede yo deseaba siempre que mamá —que odiaba llamar la atención— mostrase el periódico de propaganda Novedades de Gran Bretaña y de esta manera hacer pública nuestra solidaridad. Ella lo hacía todo por mí, también esto.
A papá lo veía rara vez durante los años de la guerra. Pero un día apareció y me llevó a un banquete de colegas periodistas. Las copas estaban dispuestas, había bullicio y risas y mucho humo de cigarrillo. Recorrí las mesas, saludé y respondí preguntas. Había un clima de regocijo y tolerancia, y uno hacía lo que quería. Yo desaparecí y anduve examinando los anaqueles de la casa extraña.
Allí había un libro recién aparecido, El martirio de Polonia. Documental. Me senté en el suelo y lo leí de cabo a rabo, mientras las voces sonaban por encima de mí. El terrible libro —que nunca más he visto— contenía mis temores, o tal vez lo que esperaba. ¡Los nazis eran tan inhumanos como me los imaginaba, y más! Leía con fascinación y náuseas y al mismo tiempo crecía en mí un sentimiento de triunfo: ¡Yo tenía razón! Todo estaba en el libro, estaba probado. Un día todo sería revelado, los que dudaban verían un día la verdad desnuda. Era solo cuestión de esperar. Y así sucedió.
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