APÓLOGOS, Luis Martín Santos

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LUIS MARTÍN SANTOS, Apólogos, Seix Barral, Barcelona, 1970, 160 páginas.

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Salvador Clotas en el Prólogo (pp. 8-19) señala la relevancia de la obra de Martín Santos en la transformación de la literatura española de posguerra. Además de estos apólogos (emparentados certeramente por Clotas con los microrrelatos de Kafka), el libro contiene diversos artículos y ensayos y el prólogo a Tiempo de destrucción.
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EL CEMENTERIO CONSIDERADO COMO LUGAR DE MEDITACIÓN

   El hombre es un animal meditativo. Para sus fines utiliza complacido los bosques, las montañas, las llanuras; en ocasiones también la soledad del gabinete o hasta el tráfago violento de un café. Pero lugar especialmente apto para la meditación, resulta ser el cementerio.
   El porqué no ha dejado de intrigarme. Bajo el verde césped o bajo las losas blancas —según el sistema empleado— no que­da ya nada de la maravillosa estructura orgánica a la que dimos nuestro afecto. El recuerdo es puro producto de nuestra me­moria y no parece necesario, para suscitarlo, recurrir a la visión directa de la tumba. Por otra parte, la violencia de la pena no favorece, sino que más bien impide la meditación. ¿Medita realmente esta joven viuda que —oculto el rostro por el velo—deposita cada día un ramillete de flores en la tumba del difun­to? No medita; recuerda. Y al recordar, imagina escenas, las revive cálidamente y acaso, por un breve instante, logra ignorar la evidencia de la ausencia. En tal momento vive como si el muerto viviera y el recuerdo revivido —que es ya nueva vi­vencia, no recuerdo— llega a conmoverla físicamente. Sorpren­dida de este modo por la vida se sienta sobre la losa —ignora que está fría— descubre el rostro oculto retirando el velo y mira.
   Su atención se fija en el verde tierno de una yerba, en el pájaro que picotea un invisible alimento entre la grava.
   Yo me aproximo, la saludo con una respetuosa inclinación de mi cabeza y alcanzo apenas a ver cómo, sobre el rostro vivo, coloca apresuradamente la máscara del dolor.
   —Aprecié a su esposo —digo—. Era un hombre estimable.
   —Era un ser odioso —me contesta—. Arruinó mi vida.
   Cubre de nuevo su mirada con el velo —no sin que sus ojos oscuros me hayan herido gravemente— y sin despedirse, camina con paso rápido hacia la salida.

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