SUEÑOS DE SUEÑOS, Antonio Tabucchi
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ANTONIO TABUCCHI, Sueños de sueños, Anagrama, Barcelona, 1996, 140 páginas.
SUEÑO DE CECCO ANGIOLIERI, POETA Y BLASFEMO
Una noche de enero de 1309, mientras yacía sobre un colchón de paja del lazareto de Siena, envuelto en vendas nauseabundas, Cecco Angiolieri, poeta y blasfemo, tuvo un sueño. Soñó que era un tórrido día de verano y que pasaba por delante de la catedral. Sabiendo que aquél era un lugar fresco, pensó en entrar allí para huir de la canícula, pero en lugar de hacer una genuflexión y mojarse los dedos en agua bendita, cruzó los dedos en un gesto de conjuro porque temía que aquel lugar le trajera mala suerte.
En la primera capilla de la derecha había un pintor que estaba pintando una Virgen. El pintor era un joven rubio y estaba sentado en un taburete, con la paleta entre los brazos, en una actitud de reposo. El cuadro sacro estaba casi acabado: era una Virgen con los ojos almendrados y una sonrisa imperceptible que sostenía sobre sus rodillas, recostado entre los pliegues del vestido, al niño Jesús. El pintor lo saludó con desenfado y Cecco Angiolieri respondió con una carcajada. Después se puso a contemplar el cuadro y sintió un profundo malestar. Le molestaba la expresión de aquella señora altiva que miraba al mundo con soberbia, como si desdeñara las cosas terrenales. Fue más fuerte que él: se acercó al cuadro y, extendiendo el brazo derecho, le hizo un gesto obsceno. El joven pintor saltó de su taburete e intentó detenerlo, pero Cecco Angiolieri, como si fuera un poseso, se liberó e hizo un gesto obsceno también con el brazo izquierdo. Entonces la Virgen movió los ojos como si fueran ojos humanos y lo fulminó con la mirada. Cecco Angiolieri sintió un extraño escalofrío por todo el cuerpo, empezó a entumecerse y a empequeñecerse, vio que sus miembros se le iban recubriendo de un pelaje negro, se dio cuenta de que una larga cola despuntaba entre sus piernas e intentó gritar, pero, en lugar de un grito, de su boca salió un maullido espantoso y él, pequeño y furibundo a los pies del pintor, comprendió que se había convertido en un gato. Dio un salto hacia adelante y otro hacia atrás, como si hubiera enloquecido en la monstruosa prisión de aquel nuevo cuerpo, hizo rechinar los dientes con furia y escapó de la iglesia maullando salvajemente. Entretanto, la noche había descendido sobre la plaza. Al principio, Cecco Angiolieri se deslizó a lo largo de las paredes, después miró a su alrededor para ver si alguien había reparado en él. Pero la plaza estaba casi desierta. En la esquina, cerca de una taberna, había un grupo de jóvenes con aspecto de bribones que habían sacado fuera las jarras y estaban bebiendo. Cecco Angiolieri pensó en pasar por delante de la taberna, porque tenía hambre y quizá podría encontrar alguna corteza de queso. Se deslizó junto al muro de la taberna y pasó por delante de la puerta, que estaba iluminada por dos antorchas sobre el estípite. En ese momento, uno de los jovenzuelos lo llamó, haciendo el típico ruido que se hace a los gatos con los labios, y le enseñó una corteza de jamón. Cecco Angiolieri se precipitó a sus pies y cogió con la boca la corteza, pero en ese instante los jóvenes lo cogieron y, sujetándolo con fuerza, lo llevaron al interior de la taberna. Cecco Angiolieri intentó morder y arañar, pero los jovenzuelos lo tenían asido firmemente: uno le sujetaba la boca y otros le inmovilizaban las patas, de manera que nada pudo hacer. Cuando estuvieron dentro, los jovenzuelos cogieron el recipiente de pez utilizada para las antorchas y le embadurnaron a conciencia el pelo con el ungüento. Después, con una antorcha, le prendieron fuego y lo liberaron. Cecco Angiolieri, transformado en una bola de fuego, corrió fuera maullando de un modo terrible, se lanzó contra las paredes de las casas, rodó por los suelos, pero el fuego no se apagaba. Comenzó a recorrer como una saeta los oscuros callejones de Siena, iluminándolos a su paso. No sabía adonde ir, se dejaba llevar por el instinto. Dobló dos esquinas, recorrió tres calles, atravesó una plaza, subió una escalinata, llegó ante un edificio. Allí vivía su padre. Cecco Angiolieri subió la escalera, pasó junto a los criados asustados, entró en el comedor, donde su padre estaba cenando, y gritó: ¡Padre mío, me he convertido en fuego, os lo ruego, salvadme! Y en aquel momento Cecco Angiolieri se despertó. Los médicos le estaban quitando las vendas y su cuerpo, recubierto por las terribles llagas del fuego de San Antonio, le quemaba como una llama.
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Suceden a los sueños de Maikovsky, Lorca y Freud Los tres últimos días de Fernando Pessoa (pp. 99-140).
**********SUEÑO DE CECCO ANGIOLIERI, POETA Y BLASFEMO
Una noche de enero de 1309, mientras yacía sobre un colchón de paja del lazareto de Siena, envuelto en vendas nauseabundas, Cecco Angiolieri, poeta y blasfemo, tuvo un sueño. Soñó que era un tórrido día de verano y que pasaba por delante de la catedral. Sabiendo que aquél era un lugar fresco, pensó en entrar allí para huir de la canícula, pero en lugar de hacer una genuflexión y mojarse los dedos en agua bendita, cruzó los dedos en un gesto de conjuro porque temía que aquel lugar le trajera mala suerte.
En la primera capilla de la derecha había un pintor que estaba pintando una Virgen. El pintor era un joven rubio y estaba sentado en un taburete, con la paleta entre los brazos, en una actitud de reposo. El cuadro sacro estaba casi acabado: era una Virgen con los ojos almendrados y una sonrisa imperceptible que sostenía sobre sus rodillas, recostado entre los pliegues del vestido, al niño Jesús. El pintor lo saludó con desenfado y Cecco Angiolieri respondió con una carcajada. Después se puso a contemplar el cuadro y sintió un profundo malestar. Le molestaba la expresión de aquella señora altiva que miraba al mundo con soberbia, como si desdeñara las cosas terrenales. Fue más fuerte que él: se acercó al cuadro y, extendiendo el brazo derecho, le hizo un gesto obsceno. El joven pintor saltó de su taburete e intentó detenerlo, pero Cecco Angiolieri, como si fuera un poseso, se liberó e hizo un gesto obsceno también con el brazo izquierdo. Entonces la Virgen movió los ojos como si fueran ojos humanos y lo fulminó con la mirada. Cecco Angiolieri sintió un extraño escalofrío por todo el cuerpo, empezó a entumecerse y a empequeñecerse, vio que sus miembros se le iban recubriendo de un pelaje negro, se dio cuenta de que una larga cola despuntaba entre sus piernas e intentó gritar, pero, en lugar de un grito, de su boca salió un maullido espantoso y él, pequeño y furibundo a los pies del pintor, comprendió que se había convertido en un gato. Dio un salto hacia adelante y otro hacia atrás, como si hubiera enloquecido en la monstruosa prisión de aquel nuevo cuerpo, hizo rechinar los dientes con furia y escapó de la iglesia maullando salvajemente. Entretanto, la noche había descendido sobre la plaza. Al principio, Cecco Angiolieri se deslizó a lo largo de las paredes, después miró a su alrededor para ver si alguien había reparado en él. Pero la plaza estaba casi desierta. En la esquina, cerca de una taberna, había un grupo de jóvenes con aspecto de bribones que habían sacado fuera las jarras y estaban bebiendo. Cecco Angiolieri pensó en pasar por delante de la taberna, porque tenía hambre y quizá podría encontrar alguna corteza de queso. Se deslizó junto al muro de la taberna y pasó por delante de la puerta, que estaba iluminada por dos antorchas sobre el estípite. En ese momento, uno de los jovenzuelos lo llamó, haciendo el típico ruido que se hace a los gatos con los labios, y le enseñó una corteza de jamón. Cecco Angiolieri se precipitó a sus pies y cogió con la boca la corteza, pero en ese instante los jóvenes lo cogieron y, sujetándolo con fuerza, lo llevaron al interior de la taberna. Cecco Angiolieri intentó morder y arañar, pero los jovenzuelos lo tenían asido firmemente: uno le sujetaba la boca y otros le inmovilizaban las patas, de manera que nada pudo hacer. Cuando estuvieron dentro, los jovenzuelos cogieron el recipiente de pez utilizada para las antorchas y le embadurnaron a conciencia el pelo con el ungüento. Después, con una antorcha, le prendieron fuego y lo liberaron. Cecco Angiolieri, transformado en una bola de fuego, corrió fuera maullando de un modo terrible, se lanzó contra las paredes de las casas, rodó por los suelos, pero el fuego no se apagaba. Comenzó a recorrer como una saeta los oscuros callejones de Siena, iluminándolos a su paso. No sabía adonde ir, se dejaba llevar por el instinto. Dobló dos esquinas, recorrió tres calles, atravesó una plaza, subió una escalinata, llegó ante un edificio. Allí vivía su padre. Cecco Angiolieri subió la escalera, pasó junto a los criados asustados, entró en el comedor, donde su padre estaba cenando, y gritó: ¡Padre mío, me he convertido en fuego, os lo ruego, salvadme! Y en aquel momento Cecco Angiolieri se despertó. Los médicos le estaban quitando las vendas y su cuerpo, recubierto por las terribles llagas del fuego de San Antonio, le quemaba como una llama.
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