CUENTOS PARA DORMIR MEJOR, Miguel Gila

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MIGUEL GILA, Cuentos para dormir mejor, Planeta, 2001, 206 páginas.

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En el Prólogo (pp. 5-7) a estos veintiséis relatos María Dolores Cabo reivindica al Gila literato, eclipsado por el humorista conocido por todos los públicos.
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MARUJA

   No me juzguen antes de leer lo que les voy a contar. Yo a Maruja la adoraba; sus ojos eran de un verde oscuro que al mirarlos parecían dos esmeraldas; sus labios gruesos, sensuales, por lo general dibujando una son­risa que limitaba con dos hoyuelos; su cuello estiliza­do, sus cejas divinas; todo en Maruja era perfecto; su cuerpo, su movimiento al andar... todo, absolutamen­te todo era perfecto. No obstante, cualquiera de uste­des en mi lugar habría actuado como yo lo hice. Y es que al hablar lo estropeaba todo. Al principio de cono­cerla, cuando nos hicimos novios, tal vez por ese fenó­meno que nos produce el estar profundamente ena­morados, me pasó inadvertido un detalle: al hablar lo hacía apoyándose siempre en algún refrán. Esto no hubiera sido muy grave si los refranes los hubiera di­cho bien, pero los decía mal o los mezclaba, que era peor, y eso luego de casarnos empezó a molestarme, para a los pocos meses transformarse esa molestia en un odio concentrado, Sería interminable contarles a ustedes todas sus charlas, y como dicen que para muestra basta un botón, les contaré solamente una de esas conversaciones que sostuvimos una noche antes de dormir. Fue la noche de un sábado. Yo me tendría que haber quedado mudo antes de abrir la boca, pero no fue así; se me ocurrió comentar en voz alta:
   —¡Qué suerte que mañana sea domingo! ¡Me pare­ce mentira no tener que madrugar!
   Ella me pasó la mano por la frente.
   —Bueno, mi amor —y metió el refrán—: al que madruga, buena sombra le cobija.
   La miré.
   —No es así, querida; es: a quien madruga, Dios le ayuda.
   —Bueno —dijo—, lo que quiero decir es que como dice el refrán: entre el correr y el andar está el madrugar.
   —No, Maruja; es así: entre el correr y el andar está el caminar.
   Me miró sin dejar de sonreír.
   —Bueno, mi vida; es lo mismo. Lo importante es que ya lo dice el refrán: más vale levantarse temprano que pájaro en mano.
   Ahí fue donde me dio el ataque de ira. La agarré por el cuello y empecé a apretar con fuerza. Con los ojos fuera de las órbitas y un hilo de voz me dijo:
   —¿Lo ves? El hombre y el esposo, cuanto más bru­to, más hermoso.
   Y seguí apretando con ganas hasta que sentí que no oponía resistencia. Cuando la solté, cayó al suelo como si fuese de trapo. Saqué una silla y me senté en la puerta de mi casa, por aquello de "Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemi­go". Pero no me dio tiempo. La policía me detuvo, y aquí estoy, en presidio, escribiendo todo esto.

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