LA GRAN VENTANA DE LOS SUEÑOS, Fogwill

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FOGWILL, La gran ventana de los sueños, Alfaguara, Madrid, 2013, 144 páginas.

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LA PRÓTESIS

   Veo a una chica de catorce años. No sé por qué lo sé, pero en el sueño tiene exactamente catorce. Es como si al soñarla también hubiera soñado su pasaporte con la fecha de su nacimiento, destinando algún instante brevísimo de la carrera de imágenes del sueño a determinar su edad restando la visión de una fecha compuesta en tinta borroneada a los números del año del sueño, este presente número dos mil tres.
   No se por qué, pero con sólo verla, me he enamorado perdidamente de ella. En la realidad nunca supe bien qué significa estar enamorado y jamás sentí “perdidamente” nada.
   Pero allí estaba, enamorado de ella, y me tenía sin cuidado la diferencia de edad. No sé cuál sería mi edad en el sueño: tal vez tuviese otros catorce, también yo. En tal caso, tendría entre catorce y quince pero conservando estos sesenta años de memoria desde los que escribo sin saber hacia dónde voy.
   Ah. Sí: iba hacia las tres imágenes relevantes del sueño. De una escribiría que es real. Estaba en la realidad del sueño y es la naturaleza de la piel de la chica, una epidermis suave y de color té aporcelanado que otro podría asociar a la came del durazno y que combinada con su textura yo definiría más por su familiaridad con ciertos mariscos del Pacífico Norte.
   Era el tipo de piel que sugiere un excedente de bienestar y de salud y que no invita a aproximarse para olerla porque bien desde lejos transmite, visualmente, la virtud de su aroma. Pero también era esa clase de piel que impulsa a aproximarse y oler, ya no para informarse de su olor, sino para consumirlo, como si integrándolo a la propia respiración uno pudiese apoderarse de su naturaleza.
   Una naturaleza extraña, ajena. Dante diría “divina”. Yo no. Casi he perdido todas las palabras. No las palabras mismas, que conservo aquí, en la memoria, sino el derecho a emplearlas.
   La segunda imagen hacia la que intentaba ir no es real: era algo que, sin palabras, pensé en el sueño mientras saltaba hacia ella anticipando su franca aceptación de mi acoso. Claro: no era el caso de una que acepta francamente un súbito deseo del varón, sino el de esas que se saben creadas por el acoso, que brotan sólo para ser acechadas, disueltas, consumidas.
   La tercera imagen, última del sueño, era una actuación real de la chica, ahora convertida en estudiante de danzas. El pelo tenso y recogido, el cuello largo y flexible y el cuerpo, no sé ya si desnudo o vestido, pero recorrido por las tensas señales de dolor que suceden a una larga sesión de ensayo. ¿O quizá ya era una bailarina? Toda la música estaba en su boca que simulaba las expresiones de quien se entrega al automatismo de mascar chicle. Le iba hablar de su boca y del ritmo musical que establecía esa bolita de goma cediendo y resistiendo a la presión de sus dientes al compás de la danza, cuando, como siempre sucede, advirtió mi intención y sonrió, levantando con la punta de la lengua la prótesis flexible que componía la totalidad de su dentadura inferior.
   El mismo gesto que en los viejos puede interpretarse como un descuido, o una protesta por la pérdida de sus dientes —señal de la inminente pérdida de todo—, y otras como un recurso involuntario para aliviar por un instante el ardor de las ampollas que esos artefactos han de producir, en el sueño formaba parte natural de la sonrisa que continuaba con un énfasis de aceptación, o entrega.
   Despierto a medianoche convencido de que es un sueño sobre el Dante de Vita Nova y mi madre y garabateo unas notas para reconstruirlo por la mañana con la fidelidad que ambos merecerían. En ese momento recuerdo que mi madre se llamaba Beatriz y me da por pensar que este sueño forma parte de una familia de sueños sobre la entrega y la familiaridad.

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