EL CAER DE LA BREVA, Antonio Mingote
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ANTONIO MINGOTE, El caer de la breva, Planeta, Barcelona, 2010, 180 páginas.
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TROF
Trof, el payaso, se maquilla cuidadosamente. Va a ser su función de despedida y, puesto que ya no volverá a hacer reír, quiere que las ultimas risas sean más estruendosas, calidas, sonoras y unánimes que nunca.
Su tropezón inicial al entrar en la pista, tan repetido, provoca las primeras carcajadas. Saca del enorme bolsillo el retrato enmarcado de una mujer bellísima, lo coloca encima del tambor, y, contemplándolo, llora. Los sollozos de Trof mientras intenta que del saxofón brote una melodía reconocible son francamente tronchantes. Empuña un enorme pistolón, lo levanta hasta la sien y aprieta el gatillo. Un chorro de agua que sale del arma arrastra el pequeño sombrero, que Trof atrapa en el aire con la otra mano. Un número difícil mil veces realizado y siempre premiado con aplausos. Mientras se seca el agua y las fingidas lágrimas, tumba el retrato sobre el tambor y se dispone a trepar por un poste (Trof ha sido antes acróbata) hasta el alto trapecio, lo que consigue entre risas y aclamaciones. Finge tropezar con la cuerda que cuelga y con la que se enreda en cómico conflicto. Ya de pie, se columpia, saluda y se lanza al vacío.
Queda Trof balanceándose, mientras sus zapatones entrechocan en el aire. La grotesca pirueta es premiada con aplausos y risas que son de suponer.
Pero Trof, colgado por el cuello al parecer, no se mueve.
Un manto de silencio se abate sobre el público.
El jefe de pista recoge el retrato del tambor. «No se culpe a nadie de mi muerte», ha escrito Trof al dorso. El payaso, tan original, no ha podido librarse del último tópico.
Trof, el payaso, se maquilla cuidadosamente. Va a ser su función de despedida y, puesto que ya no volverá a hacer reír, quiere que las ultimas risas sean más estruendosas, calidas, sonoras y unánimes que nunca.
Su tropezón inicial al entrar en la pista, tan repetido, provoca las primeras carcajadas. Saca del enorme bolsillo el retrato enmarcado de una mujer bellísima, lo coloca encima del tambor, y, contemplándolo, llora. Los sollozos de Trof mientras intenta que del saxofón brote una melodía reconocible son francamente tronchantes. Empuña un enorme pistolón, lo levanta hasta la sien y aprieta el gatillo. Un chorro de agua que sale del arma arrastra el pequeño sombrero, que Trof atrapa en el aire con la otra mano. Un número difícil mil veces realizado y siempre premiado con aplausos. Mientras se seca el agua y las fingidas lágrimas, tumba el retrato sobre el tambor y se dispone a trepar por un poste (Trof ha sido antes acróbata) hasta el alto trapecio, lo que consigue entre risas y aclamaciones. Finge tropezar con la cuerda que cuelga y con la que se enreda en cómico conflicto. Ya de pie, se columpia, saluda y se lanza al vacío.
Queda Trof balanceándose, mientras sus zapatones entrechocan en el aire. La grotesca pirueta es premiada con aplausos y risas que son de suponer.
Pero Trof, colgado por el cuello al parecer, no se mueve.
Un manto de silencio se abate sobre el público.
El jefe de pista recoge el retrato del tambor. «No se culpe a nadie de mi muerte», ha escrito Trof al dorso. El payaso, tan original, no ha podido librarse del último tópico.
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