MÚSICA DE CAÑERÍAS, Charles Bukowski

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CHARLES BUKOWSKI, Música de cañerías, Anagrama, Barcelona, 2000 (1987), 240 páginas.

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MANTIS RELIGIOSA

   Hotel Vista del Angel. Marty pagó al empleado, cogió la llave y subió las escaleras. Lo era todo menos una noche agradable. Habitación 222. ¿El número tendría algún significado? Entró, encendió la luz, y toda una docena de cucarachas salieron del empapelado, masticando y correteando sin tregua. Había teléfono de monedas. Metió una moneda y marcó. Ella contestó.
   —¿Toni? —preguntó.
   —Sí, soy yo —dijo ella.
   —Toni, me estoy volviendo loco.
   —Te dije que iría a verte. ¿Dónde estás?
   —En el Vista del Ángel, Seis y Coronado, habitación 222.
   —Iré a verte dentro de un par de horas.
   —¿No puedes venir ahora mismo?
   —Mira, tengo que llevar a los niños a casa de Carl, luego tengo que ir a ver a Jeff y a Helen, hace años que no les veo...
   —Toni, te quiero, por amor de Dios, ¡necesito verte ahora! 
   —Si te libraras de tu mujer, Marty...
   —Esas cosas requieren tiempo.
   —Dentro de dos horas estaré ahí, Marty.
   —Escucha, Toni...
   Pero ella ya había colgado. Marty se sentó al borde de la cama. Aquélla sería su última aventura. Le desbordaba. Las mujeres eran más fuertes que los hombres. Conocían todas las jugadas. Él no conocía ninguna.
   Llamaron a la puerta. Fue a abrir. Era una rubia de treinta y tantos años, con una bata azul rota. Llevaba un maquillaje morado y los labios pintados a todo pintar. Desprendía un lejano aroma a ginebra.
   —Oye, no te importa que ponga la tele, ¿verdad?
   —No hay problema, ponla si quieres.
  —Es que el último tipo que tenía esta habitación estaba medio chiflado. En cuanto yo ponía la tele empezaba a aporrear las paredes.
   —No hay problema. Puedes poner la tele.
   Marty cerró la puerta. Sacó el penúltimo cigarrillo de la cajetilla y lo encendió. Toni se le había metido en la sangre y tenía que quitársela de encima. Llamaron otra vez a la puerta. La rubia otra vez. El maquillaje casi hacía juego con las negras ojeras. Era imposible, por supuesto, pero parecía que se hubiera dado otra capa de carmín en los labios.
   —¿Sí? —preguntó Marty.
  —Oye —dijo ella—. ¿Sabes qué hace la hembra de la mantis religiosa mientras le da al asunto? 
   —¿Qué asunto?
   —Joder.
   —¿Qué?
   —Le come la cabeza al macho. Mientras le da al asunto, le come la cabeza: En fin, supongo que hay formas peores de morir, ¿no crees?
   —Sí —dijo Marty—. El cáncer.
   La rubia entró en la habitación y cerró la puerta. Se sentó en la única silla. Marty se sentó en la cama.
   —¿Te calentaste cuando dije «joder»? —preguntó ella.
   —Sí, un poco.
   La rubia se levantó de la silla y se acercó a la cama; puso la cabeza muy cerca de la de Marty. Le miró a los ojos; puso los labios muy cerca de los suyos. Luego dijo: «¡Joder, joder, joder!» Se acercó más, y repitió: «¡JODER!» Entonces se levantó del borde de la cama y regresó a la silla.
   —¿Cómo te llamas? —preguntó Marty.
   —Lilly. Lilly LaVell. Hacía estriptis en Butbank.
   —Yo soy Marty Evans. Encantado de conocerte, Lilly.
   —Joder —dijo Lilly muy despacio, entreabriendo los labios y enseñando la lengua. 
   —Puedes poner la tele cuando quieras —dijo Marty.
   —¿Has oído hablar de una araña que se llama la viuda negra? —preguntó ella. 
   —No.
   —Bueno, te lo contaré. Después de darle al asunto, joder, se come vivo al macho. 
   —Ah —dijo Marty.
   —Pero hay formas peores de morir, ¿no crees?
   —Claro, la lepra, quizá.
   La rubia se levantó y empezó a pasearse por el cuarto.
   —La otra noche me emborraché, conduje por la autopista e iba escuchando un concierto de Mozart para trompa y aquella maldita trompa me atravesaba de pies a cabeza. Iba a más de ciento veinte sosteniendo el volante con los codos y escuchando el concierto, ¿me crees?
   —Claro que te creo.
   Lilly dejó de pasear y miró a Marty.
   —¿Y crees que puedo meterme tu chisme en la boca y hacerte cosas que jamás ha experimentado antes ningún ser humano?
   —Bueno, no sé qué pensar.
   —Pues puedo, vaya si puedo...
   —Eres muy simpática, Lilly, pero estoy esperando a mi novia, más o menos para dentro de una hora.
   —Bueno, voy a ponerte a punto para ella.
   Lilly se le acercó, le bajó la cremallera y le sacó el pene al aire.
   —¡Oh, qué cosa más guapa!
   Entonces se humedeció el índice de la mano derecha y empezó a frotar el capullo, en un masaje por debajo de la cabeza.
   —¡Qué amoratado está!
   —Como tu maquillaje...
   —¡Oh, se está poniendo muy GRANDE!
   Marty se echó a reír. Una cucaracha salió del empapelado a contemplar el espectáculo. Luego salió otra. Movieron las antenas. De pronto la boca de Lilly se cerró sobre el pene. Lo sujetó por el borde del capullo y chupó. Tenía la lengua casi como papel de lija. Parecía conocer los puntos sensibles. Marty la contemplo allí abajo y se excitó muchísimo. Empezó a acariciarle el pelo a gemir dulcemente. De pronto, ella mordió con fuerza Le mordía casi por la mitad. Luego, sin soltar la presa, arrancó con los dientes un trozo de capullo. Marty lanzó un alarido, se tiró a la cama y empezó a dar vueltas sobre sí mismo. La rubia se levanto y escupió. Por la alfombra quedaron esparcidos salivazos y pellejos sanguinolentos. Luego, se dirigió a la puerta, la abrió salió, la cerro.
   Marty sacó la funda de la almohada y se sujetó el pene con ella. Le daba miedo mirar. Sentía sus latidos palpitándole por todo el cuerpo, sobre todo allá abajo. La sangre empezó a empapar la funda de la almohada. Sonó el teléfono. Logró levantarse llegar hasta el, contestar. «¿Sí?» «¿Marty?» «¿Sí?» «Soy Toni » «¿Si, Toni...?» «Te noto raro...» «Sí, Toni...» «¿No puedes decir otra cosa? Estoy en casa de Jeff y de Helen. Estaré ahí dentro de una hora.» «Bien.» «Oye, ¿qué demonios te pasa? Creí que me querías.» «Ya no lo sé, Toni...» «Está bien», dijo ella furiosa, y colgó.
   Marty logró encontrar una moneda y meterla en el teléfono.
   —Telefonista, quiero una ambulancia. Localícemela, rápido Creo que me estoy muriendo...
   —¿Ha hablado usted con su médico, señor?
   —Telefonista, por favor. ¡Llame una ambulancia!
   En la habitación contigua la rubia estaba sentada frente al te levisor. Se inclinó hacia adelante y lo encendió. Llegaba justo a tiempo para el programa de Dick Cavett.

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