BESTIARIO CHICANO, Juan Patricio Lombera

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JUAN PATRICIO LOMBERA, Bestiario chicano, Ediciones Irreverentes, Madrid, 2003, 112 páginas.

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POLVO EN EL VIENTO

   Todavía no sé por qué estoy despierto en medio de este monte rodeado de ríos, flores y aves. Sólo recuerdo que ayer, cuando estaba bebiendo mi último tequila, se me acercó aquel norteño y me dijo:
   —Oiga, amigo, ¿no tendría un poquito de café que me diera?
   —Si lo que quiere es "café", pídaselo al barman o vaya a un restaurante —respondí fríamente.
   Fue entonces cuando comentó, en tono de burla y provocación:
   —No, si lo que pasa es que, según me han dicho, su café es el mejor por venir mezclado con sus pinches mocos que ponen loco a cualquiera.
   La acusación de adulterar la mercancía era intolerable, porque en esta profesión se depende totalmente de la reputación que tengan los demás de uno. Deposité mi vaso violentamente y se armó la bronca. Yo saqué mi navaja y se la metí hasta el fondo de su estómago antes de que me pudiera golpear con la silla. Su cuerpo se desplomó y el norteño murió rápidamente. Pagué la cuenta y ya me disponía a salir cuando solté una bravuconada para magnificar mi asesinato:
   —Otra más —dije—, así muere todo aquel que se mete con Arnulfo Johnson Contreras.
   Me dirigí hacia la puerta corrediza del antro y cuando iba saliendo, oí un «hijo de puta» a mis espaldas. Me voltée y distinguí en la barra a un joven armado con una media botella rota. De lo demás no me acuerdo. Sólo sé que tenía que llevar el cargamento de coca a Nogales.
   Arnulfo se levantó y descendió del monte. Desde ese punto distinguía los albores de la ciudad.
   ¡Qué raro!, pensó, no recuerdo que haya un monte frente a Saltillo. ¡Bah!, será otro pueblo.
   Caminaste y conforme te acercabas, notaste que sí estabas en Saltillo, reconocías la farmacia donde habías comprado tus tabacos y te orientaste hacia el bar de la noche anterior. «El cadáver» se llamaba. Abriste la puerta, no había nadie excepto el limpiador que pasaba la jerga por la sangre: «vestigios de mi proeza», reflexionaste.
   En uno de los rincones del antro distinguiste un cuerpo inerte, pensaste que era tu victima, lo pateaste violentamente y, al mismo tiempo, te doblaste de dolor. Al voltearse el cuerpo le viste la cara. Te reconociste.
   Arnulfo sintió que su cuerpo se desintegraba para convertirse en parte del espeso humo del antro. Sólo alcanzó a decir un «ya ni modo, ya me llevó la chingada», mientras se oía lejanamente la música que emanaba de la rockola: «all we are is dust in the wind...».

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